Cuando uno se remonta a nuestra frágil pero incuestionable historia festivalera, podemos fijar sin muchas objeciones un hito fundacional; la creación, en 1963, del Festival de Cine Aficionado, bajo el alero del cine-club de Viña del Mar, desde donde su gestor principal, Aldo Francia, transmitió incansablemente su amor por el cine, no sólo desde la producción, sino que a través de la crítica y la escritura, como lo atestigua la revista Cine-Foro.
Pequeña digresión; en esos mismos años, desde los cahiers, Jean Douchet reclamaba para sí la categoría de amateur (el que ama) por sobre “crítico de cine”. Las palabras engañan pero resuenan, forjan ascendencias y genealogías; Festival de Cine Aficionado o Amateur, de todas formas un festival donde amamos el cine, aquel cine que ya amábamos o del cual nos enamoramos fulminantemente.
Hoy hemos llegado a un punto deseable para todo cinéfilo, para todo amateur; nuestros festivales de cine, aunque abarrotados en pocos meses contiguos (a raíz del FFA, aunque la tendencia indica que deberíamos tener ocupado el primer semestre también, como atestigua el FECISO y otros) ya superaron el riesgo de mortalidad infantil-cultural. En esta dinámica de supervivencia confluyen alianzas estratégicas entre sectores raramente vinculados, mucho marketing, largos viajes para tomar nota de experiencias foráneas y, porque no decirlo, mucho público.
Por otro lado, y como ya citamos una vez a Peter Wollen, tampoco puede ignorarse que los festivales se alimentan de sí mismos, que crean sus propios espacios de validación para elevar ese particular e inefable “cine de festival”, cuyo estereotipo a veces rompe y renueva alguna película excepcional, al menos por un tiempo.
Aún así, los festivales son para nosotros como largos paréntesis y peregrinaciones, donde esperamos más de lo que encontramos, compramos más de lo que vemos, amamos más de lo que nos corresponden, y finalmente escribimos más de lo que escribimos cuando no están.