Fue, más o menos, en diciembre de 1910 cuando la naturaleza humana cambió. La famosa boutade de Virginia Woolf expresaba a la perfección uno de los más definitivos leitmotiv ideológicos del siglo XX: la negación de la naturaleza humana por el espíritu de la época dominante. Así, según Heidegger somos seres incrustados en el tiempo (o mejor: de tiempo), un Dasein, un ser arrojado a la existencia sobre el que sería un absurdo -el más grande error de la metafísica occidental desde Platón- buscarle una subestructura universal a las concretas manifestaciones temporales. Dominados por tanto por la sangre y el suelo (blut und boden), los individuos no seríamos más que momentos abstractos que encontrarían su verdadero, su auténtico, sentido en el Volk, el Pueblo. Ser nacional-socialista -un colectivismo elevado a otro colectivismo- no sería sólo una opción legítima sino que se constituiría como el único horizonte temporal para la salvación del planeta (Heidegger prefería a Hitler para encabezar la revolución nacional-socialista. Otros preferirán a Lenin, Mao Tse Tung o Che Guevara. Tanto monta el nacional-socialismo que el social-nacionalismo).
Sin embargo, tal y como defiende Steven Pinker en La tabla rasa
“(Woolf) se refería a la nueva filosofía del modernismo que iba a dominar las artes de élite y la crítica durante gran parte del siglo XX, y cuya negación de la naturaleza humana se transfirió al posmodernismo, que se hizo con el control en sus últimas décadas… (pero) las arte de élite, la crítica y las disciplinas académicas atraviesan dificultades porque Woolf estaba equivocada. La naturaleza humana no cambió en 1910, ni en ningún año posterior” (2003, s.n.).
En diciembre de 1910, más o menos, Marcel Duchamp -Rueda de bicicleta sobre un taburete (1913), Fuente (1917)-, comenzaba su revolución conceptual del arte contemporáneo que iba a significar la hipertrofia de la Forma en detrimento no de la materialidad de la obra sino del compuesto de ambas. El arte, todo él, pasaba a ser comprendido con el modelo de la música en lugar del de la física o la arquitectura como era habitual. Este neoplatonismo reduccionista del arte iba a degenerar rápidamente en una secta críptica a la que se iba a pertenecer, tanto en la dimensión estrictamente artística como en la crítica, más bien por el uso de una serie de ritos y del manejo de una jerga que por la realización de obras consistentes y con peso trascendente. Es decir, por la falta de criterios de demarcación entre lo que realmente era arte y lo que no era más que pseudoarte, ocurrencias o, directamente, basura.
Todavía Octavio Paz intentó nadar y guardar la ropa, santificando por un lado a Duchamp mientras advertía que la genialidad del francés era estrictamente irrepetible y, en rigor, un callejón sin salida. No le hicieron caso y gran parte del arte contemporáneo se despeñó al final de la escapada neoplatónica (Dalí fue de los pocos que se tomó toda esta broma lo suficientemente en serio para en lugar de suicidarse hacerse rico, ya que como explicó: “Esto que he hecho ni sé lo que es, pero está lleno de significado”.)
Sin embargo, un arte seguía fiel a los postulados aristotélicos hilemórficos según los cuales el ente, artístico para lo que nos ocupa, es un compuesto analizable pero indivisible de materia y forma: el arte cinematográfico que, más o menos, en diciembre de 1910 estaba ofreciendo síntomas esperanzadores de estar pasando del barracón de feria a las más respetables (no mucho más, bien es cierto) salas exclusivamente cinematográficas. En esa década se iban a producir películas como La batalla de los sexos (David W. Griffith, 1914), El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), Intolerancia (D. W. Griffith, 1916).
La alusión a Griffith no es gratuita porque es el opuesto perfecto de Duchamp. Allí donde el segundo venía a certificar una revolución nihilista fundamentándose en la creencia, ingenua pero atractiva, de que la sintaxis lógica del lenguaje hablaba por sí misma -rondando ese famoso diciembre Wittgenstein escribía el Tractatus (1914-1916)-, el americano proponía una relectura visionaria y retiniana de la gran tradición narrativa occidental, en la que la imágenes no se evaluaban por un autista ensimismamiento sino que era capaz de alcanzar una función no sólo referencial sino también pragmática: el arte era capaz de cambiar el mundo al influir en comunidades comunicativas cada vez más amplias.
A diferencia de las artes que se refugiaron en el elitismo del formalismo y la ‘abstracción’, el cine permaneció fiel al hilemorfismo y la creencia en la existencia de una naturaleza humana. Estos dos postulados, ontológico el primero y antropológico el segundo, fundamentó su acción comunicativa: la especie humana como un entramado de significantes con reglas de ordenación compartidas, constituyendo una genuina red de comunicación e interrelación social en la que cada individuo es un nódulo de la red global.
La democracia liberal como sistema político, la economía de mercado como sistema económico y el cinematográfico como sistema artístico constituyeron entonces una santísima trinidad de acción comunicativa y comercial que iba a resultar demoledora contra el nacionalismo del Volk del fascismo y el internacionalismo abstracto del comunismo. Significativamente casi ningún artista no cinematográfico iba a reclamarse liberal ya que todos estaban embarcados en los barcos utópicos-totalitarios.
Comunidades de comunicación cinematográficas
La tríada democracia-capitalismo-cinematógrafo tenía un objetivo común: desarticular, desmantelar, destruir, desintegrar (nada que ver con la evanescente, retórica e impotente deconstrucción lingüística) los estrechos márgenes de las categorías cerradas con las que sus enemigos ideológicos trataban de compartimentar la especie humana. La democracia, el capitalismo y el cinematógrafo son intrínsecamente humanistas en contraposición al anti-humanismo que defendió Heidegger (1970) para su filosofía del Dasein y que Ortega y Gasset adivinó como el rasgo determinante del arte contemporáneo.”A mi juicio, lo característico del arte nuevo, desde el punto de vista sociológico, es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden (…) Será un arte para artistas, y no para la masa de los hombres, será un arte de casta y no democrático” (2003, s.n.).
Sin embargo, el cinematógrafo, el arte nuevo en cuanto emergente, se puso del lado del demos (‘pueblo’ en el sentido ateniense de comunidad de comunicación ideal en cuanto racional) en contraposición al resto de las artes que con Duchamp a la cabeza (también me valdría Schoenberg desde la música) se subieron a la torre de marfil de los contenidos codificados y el formalismo ‘abstracto’. De vez en cuando surgen intentos, por parte de Festivales en busca de diferenciación o del videoarte, de arrastrar al cinematógrafo en esa dirección ‘deshumanizadora’ pero la propia inercia industrial del cinematógrafo vuelve a reconducir la corriente principal por los parámetros de un equilibrio entre los artistas y los públicos. Lars von Trier puede intentar darle una pátina de profundidad a su última fallida película (Antichrist, 2009) dedicándosela a Tarkovski pero, a la vez, el Festival de Venecia homenajea a alguien tan vituperado por la crítica seria y aclamado por vastos públicos como Sylvester Stallone.
Y escribo “públicos” porque el capitalismo cada vez más complejo y plural ha mutado hacia la satisfacción de núcleos de consumidores cada vez más minúsculos. Es decir, la masa crítica de ciudadanos-consumidores para que una determinada oferta cultural sea rentable es menor. Lo que deja obsoleta la distinción entre masa y élite de Ortega y los tradicionales conceptos de agregación de individuos por tradiciones, costumbres o lenguas. Los pueblos son entidades fantasmales, espectros en un mundo globalizado en las que las comunidades de comunicación se articulan por códigos diferentes a los que constituían los denominados ‘pueblos’. Lo que vale ahora como pegamento social son las afinidades electivas y no los vínculos obligatorios.
Bibliografía
Heidegger, M. (1970). Ser y tiempo. Madrid: Gredos.
Ortega y Gasset, J. (2003). La deshumanización del arte y otros ensayos de estética. Madrid: Espasa.
Pinker, S. (2003). La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana. Barcelona: Paidós.
Navajas, S. (2009). El cinematógrafo como bastión del capitalismo pop, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-cinematografo-como-bastion-del-capitalismo-pop/390