Antecedentes
La dictadura cívico militar chilena, extendida entre los años 1973 y 1989, es probablemente el hito que ha marcado con mayor énfasis la historia reciente del país. Frente a ello, las producciones culturales se han posicionado como agentes críticos que permiten cuestionar los relatos hegemónicos sobre el pasado. El cine documental ha tenido un lugar protagónico en este sentido, no sólo como un vasto registro de imágenes y testimonios de la violencia vivida, sino también como un escenario desde donde podemos revisar de manera crítica, e incluso incómoda, el pasado, manteniendo activa la disputa en el presente.
Nombrar una filmografía relacionada con la dictadura como de “post-dictadura”, es un ejercicio de delimitación semántica, que señala una relación crítica con el acontecimiento dictatorial. Indica no solamente una relación temática entre el golpe de estado o el periodo dictatorial y el cine producido en los años posteriores si no, además, indica a la filmografía nombrada en una posición crítica respecto de este pasado. Lo que no necesariamente refiere a este cine como producto de la visión contestataria o confrontacional de su director con la dictadura, sino que provee del espacio crítico para su diálogo, sugiriendo las fisuras, pliegues o disrupciones respecto del pasado. Utilizamos este concepto en oposición al de transición, propuesto por las narrativas institucionales hegemónicas para mencionar el periodo comprendido entre 1990 con la elección democrática de Patricio Aylwin y de un final difuso. La denominación de este periodo como transición ejerce una política de borrado sobre el pasado reciente al eliminar la palabra dictadura de su narración. Es por ello que hablamos de un cine documental de post-dictadura y no sobre la dictadura o de transición (Richard, 2010; Traverso, 2018a). Considerando aquello, es posible identificar la trayectoria que el cine documental de post-dictadura ha trazado, atravesando condiciones sociohistóricas, técnico-industriales y formales o estilísticas (Ramírez, 2019), hasta llegar a una generación de realizadores que no necesariamente vivieron el periodo dictatorial. Esta generación se ha caracterizado por la narración biográfica de sus producciones (Bossy y Vergara, 2010), explorando las posibilidades de la representación del espacio biográfico (Arfuch, 2002)en relación con la dictadura y sus efectos en el presente.
Otra característica de lo que hemos denominado como segunda generación de directores, es la consolidación de un interés por la figura de quienes fueron perpetradores de crímenes durante la dictadura. ¡Viva Chile, Mierda! (2014) de Adrián Goycoolea, El Pacto de Adriana (2017) de Lissette Orozco y El color del camaleón (2017) de Andrés Lübbert, son algunas de las películas cuyo argumento central es la intención de desentrañar ese personaje, sin embargo, no se trata de un terreno inexplorado para el documental chileno. En 1994 se estrena el documental dirigido por Carmen Castillo y Guy Girard, La flaca Alejandra, cuya historia es vehiculizada por el testimonio de Alejandra Merino, ex militante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario). Merino fue capturada, torturada y extorsionada por la DINA, experiencia que acabó doblegando su posición convirtiéndose en una importante colaboradora del régimen. Se piensa que su colaboración con los servicios secretos fue instrumental y fundamental para la localización de la propia directora Carmen Castillo y de su pareja Miguel Enríquez, secretario general del MIR. Esto significó el allanamiento de su casa, la muerte de Miguel y el ingreso de Carmen en el hospital gravemente herida estando embarazada. Después de años de exilio en Francia, Carmen Castillo vuelve a Chile para filmar el documental, abriendo un espacio controversial de discusión y reflexión al proponer el testimonio de una figura poco usual como protagonista, y mirar a través de ella el pasado. (Traverso, 2018b).
Con este referente, y en general considerando el cine de Carmen Castillo, podemos decir que se trata de un antecedente visionario de las narrativas documentales contemporáneas, habilitando la posibilidad de tensionar el pasado histórico y político a través de narraciones íntimas e historias personales, pero enmarcadas en una narración de identificación colectiva (Arfuch, 2002). Desde esa perspectiva, este artículo propone analizar dos documentales: El pacto de Adriana y El color del camaleón, que, en muchos sentidos, pueden ser difíciles de mirar. Ambos documentales centran sus historias en la relación de la directora y el director con miembros del aparato represor de la dictadura, y con quienes, a su vez, guardan una relación de parentesco. Lissette Orozco se presenta como sobrina de Adriana Rivas, hacia quien desarrolló una relación de admiración desde sus primeros años. Por otro lado, Andrés Lübbert es hijo de Jorge Lübbert, quien es presentado como un personaje traumatizado por su paso forzado por la CNI, y por lo mismo, un misterio para su hijo. Ninguno de los directores vivió en primera persona el periodo de la dictadura, sin embargo, lo encuentran en su círculo familiar más íntimo, por lo que los testimonios de la tía y el padre son, en primera instancia, el elemento por el que la directora y el director acceden a ese pasado.
El testimonio como recurso formal
El testimonio, lejos de ser concebido en el cine documental como un elemento legitimador de la verdad o como equivalente a una prueba judicial, es tomado aquí como un recurso formal dentro de la batería de recursos estilísticos con que se cuenta una historia. Puede ser representado de diferentes formas, las que otorgan nuevos sentidos a aquello que se cuenta, ya sea para su reafirmación, confrontación o incluso para la deconstrucción de su sentido. Para analizar la representación de los testimonios de perpetradores en estas dos películas, es indispensable identificar los respectivos contextos dados por su relación de parentesco con la directora y el director. Las relaciones tía-sobrina y padre-hijo no son una dimensión menor o accesoria, sino que envuelven la presentación de estos personajes en una atmósfera íntima, emocional y empática. Lo que no deja de ser controversial, ya que por mucha distancia crítica que intentemos como espectadores/as, el cuestionamiento sobre su aparición en la pantalla grande ocupando un lugar emotivo o sensible, es inevitable. En términos coloquiales podríamos decir “donde tú ves a un familiar, yo veo a una asesina”, y probablemente sea ahí donde está la trampa, en asumir que existe una contradicción en aquello. Esa primera impresión es tramposa, en tanto nos aleja de las posibilidades de apreciar el rendimiento crítico de estas representaciones en el cine.
Beatriz Sarlo se refiere críticamente al giro testimonial, acusando una imposibilidad de la crítica para acercarse a estas narraciones, dada principalmente por la legitimidad intrínseca de esta forma de enunciación (Sarlo, 2013), cuestión que desafiamos en este artículo. Por otro lado, Nelly Richard se refiere al testimonio como un elemento reparador de la subjetividad, como “actos de memoria que tienen la virtud de rememorar aquello que los operativos de la destrucción hubieran dejado sin memoria, si no fuera por aquellas voces rescatadas del infierno que, en su condición de víctimas, constatan la violencia de lo extremo y la convierten así en prueba irrefutable de lo consumado” (Richard, 2010, p. 78). La autora se refiere claramente a un testimonio enunciado por víctimas de las graves violaciones a los derechos humanos que caracterizaron el periodo. Pero ¿qué podrían señalar los testimonios de aquellos que perpetraron los crímenes? ¿Qué preguntas se formulan aquí y cuáles pueden ser contestadas? O bien ¿qué adeudan las representaciones o usos que se dan a estos testimonios?
Performativo y performático
El documental performativo, largamente descrito y discutido por autores en distintas latitudes y épocas (Nichols, 1994; Bruzzi, 2006; Pinto, 2020), describe finalmente una condición del documental, dada ya sea por la transformación de los personajes –incluidos los realizadores– durante la filmación y desarrollo de la película; por su condición de afectación interdependiente con el entorno que filma, es decir que realiza aquello que enuncia, con lo cual realizadores, personajes y entorno se modifican; o bien, por su carácter dramático performando escenas. Sin embargo, hay una perspectiva relacionada con esta condición cuya especificidad otorga una clave de aproximación crítica al lenguaje del cine. Cuando Antonio Traverso describe la “memoria cinemática”, se refiere a aquello que el cine, a través de sus elementos diegéticos y extradiegéticos, recuerda u olvida. Es decir, el cine performa una forma del recuerdo y, por tanto, también del olvido (Traverso, 2018). Dicha perspectiva es de vital importancia para este artículo, puesto que nos permite ubicar el campo de análisis en los elementos formales y estilísticos con que las películas hablan sobre el pasado.
Desde una vereda similar, Diana Taylor (2017) ofrece una definición de lo performático específicamente para referirse a las operaciones realizadas por aquellos elementos que se escapan del campo de la palabra. La autora propone una acotación semántica sobre lo performático:
“A pesar de que quizá sea demasiado tarde para reclamar el uso de la palabra “performativo” para la esfera no discursiva de la performance, sugiero que tomemos prestada una palabra del uso contemporáneo que hace el español de la palabra performance, ese es, el término performático para denotar la forma adjetivada de la esfera no discursiva de la performance ¿Por qué esto es importante? Porque es vital para señalar los campos performáticos, digitales y visuales como formas separadas, aunque siempre asociadas, de la forma discursiva tan privilegiada por el logo-centrismo occidental” (p. 38)
Los elementos del cine documental contemporáneo exceden por lejos el campo de la palabra, no se encuentran únicamente en aquello que un personaje enuncia inteligiblemente por medio del lenguaje hablado o escrito. Un ejemplo evidente de ello son las múltiples maneras en que los documentales de post-dictadura utilizan archivos como fotografías, cartas, documentos oficiales, ropa, dibujos, entre otros. Evidenciando su condición de elementos sensibles, como trozos de pasado que adquieren un nuevo sentido a través de una acción u otra. Vale recordar lo que sucede con las fotografías familiares en el documental Mi vida con Carlos (2009), de Germán Berger-Hertz, que luego de ser observadas y comentadas entre madre e hijo, se observan a través de un plano detalle flotando en un universo acuoso indeterminado, que el encuadre no permite contextualizar. Aunque no analizaremos aquí ese gesto, es un ejemplo del carácter performático que adquieren los recursos formales de archivo, como las fotografías familiares.
En esa dimensión, que Taylor denomina como “campos performáticos digitales y visuales”, es donde ubicaremos también a la manera en que se presenta el testimonio, como un elemento performático con el que los documentales trabajan en tanto recurso formal, que, en relación con otros elementos, adquieren un sentido más allá de la palabra enunciada.
El testimonio de Rivas
En El pacto de Adriana, documental que hemos analizado en otra ocasión bajo otra perspectiva (Henríquez, 2019), el testimonio de Adriana Rivas es extenso y diverso. Este personaje se presenta no sólo como tía de la directora, sino también como una mujer de carácter fuerte y como modelo a seguir para su sobrina. Rivas se desempeñó como secretaria de Manuel Contreras, quien fue jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), la policía secreta de la dictadura. Una vez disuelta la DINA, Rivas se va de Chile para radicarse en Australia hasta que en el año 2010, en el contexto de una visita familiar, es detenida por la Policía de Investigaciones chilena en el aeropuerto. El motivo, su posible responsabilidad en crímenes de lesa humanidad. En ese contexto el documental comienza su rodaje, como la solicitud familiar de una tía que pide a su sobrina filmar para constatar su inocencia. Debido a esto, el testimonio de Rivas es múltiple en formatos y extenso en su contenido, el que a veces varía denotando inconsistencias, pero que se mantiene firme en la autoafirmación de inocencia.
En el transcurso de la película escuchamos y vemos a Rivas en diferentes situaciones y contextos: hablando a cámara en entrevistas con su sobrina, a través de videollamadas, a través de material audiovisual de archivo y a través de filmaciones que ella misma realiza al interior de su casa en Australia. Al inicio del documental se puede apreciar un personaje certero, seguro y orgulloso del lugar testimonial que ocupa. Sin embargo, en la medida que la película se desarrolla, Rivas va perdiendo la compostura inicial hasta alcanzar su disolución total en la historia. El personaje literalmente desaparece.
En esa transformación, identificamos un momento clave que se escapa de la naturaleza con que el testimonio estaba siendo representado hasta el momento. Se trata de una secuencia construida a partir de la puesta en escena en una sala oscura, donde se encuentra la directora y un proyector. En dicha secuencia las imágenes de las primeras entrevistas a Rivas que filmó la directora, están siendo proyectadas en la pared mientras la directora las observa sentada al lado del proyector, después de unos segundos la directora se ubica de espaldas a la imagen de su tía y frente a cámara, recibiendo la proyección en el cuerpo. Es posible que la primera aparición de esta secuencia se encuentre en el primer tercio del metraje de la película, con una distancia equivalente o similar con la segunda y tercera aparición. Este acto performático no es azaroso, existe una evidente dislocación del sentido del testimonio de Rivas a través de su relación con otros elementos en la puesta en escena, que es consolidado con tres apariciones.
La construcción de esta escena da cuenta del cuestionamiento que comienza a gestarse frente al testimonio de Rivas, siendo proyectado para su observación e interrupción. La sobrina interrumpe la proyección del testimonio de su tía ubicando el cuerpo frente a su archivo digital 1Destacamos la referencia a la obra de Lucila Quieto, Arqueología de la ausencia (1999-2001) en el contexto argentino, donde un gesto similar adquiere un sentido diametralmente opuesto. Ver más en: https://ri.conicet.gov.ar/handle/11336/179837 , cuestión que no logra de otra manera, ya que en cada conversación con Rivas, la directora desempeña principalmente un rol como receptora de información, siendo en varias ocasiones interrumpida por las declaraciones de su tía.
En el testimonio de Rivas se identifica una radical postura de autoafirmación, no necesariamente una coherencia en sus relatos, de hecho, los primeros quiebres en la relación tía-sobrina comienzan a ser evidentes después de que se advierten las inconsistencias en el relato de Rivas a la luz de las investigaciones. Para la directora, esa postura radical comienza a ser tan problemática como inabordable, por lo que debe recurrir a otros elementos para dar cuenta de su encrucijada ética. Si el carácter hermético de Rivas no permitía el cuestionamiento de su relato a través de una conversación, entonces se hizo posible a través de elementos performáticos que cambian el sentido considerado inalterable del testimonio, habilitando el lugar para su crisis.
Si bien, el tono de la película no se acerca para nada a lo que podría ser un documental de denuncia, sino que se mantiene en una atmósfera principalmente emocional y biográfica, la utilización del testimonio como recurso performático da cuenta de una confrontación que finalmente concluye con la desaparición del personaje de la perpetradora.
El testimonio de Lübbert
En El color del camaleón, por otro lado, el testimonio del padre es una constante frustración. Desde un inicio Jorge Lübbert es presentado como un personaje enigmático, cuyo pasado es inaccesible para su hijo. A diferencia de Rivas, aquí no hay orgullo, justificación, ni demasiado contexto que permita acceder al universo interior del personaje, a su espacio biográfico. A diferencia de Rivas, el padre asegura no haber escogido formar parte de la Central Nacional de Informaciones (CNI), órgano de inteligencia secreta durante la dictadura, sino que víctima de una participación forzada mediante secuestro y extorsión. Después de dos años y con la ayuda de su hermano, el padre logra escapar a Bélgica donde rehízo su vida y se desempeñó como camarógrafo de guerra hasta hoy. El director, realiza el documental buscando recomponer de alguna manera la relación padre-hijo, quebrada por la personalidad distante y fría del padre, por lo que acceder a su testimonio es fundamental para la comprensión de su comportamiento.
En reiteradas ocasiones el director intenta hablar con su padre y obtener un testimonio acerca de sus vivencias durante el entrenamiento que recibió en la CNI, pero el padre es incapaz de articular un discurso coherente. Si bien, la película logra bosquejar algunas experiencias a través de la búsqueda de archivos oficiales y visitas a lugares, más de una escena de la película debe ser interrumpida por petición del padre, y los silencios se vuelven una característica en los diálogos padre-hijo. Dada la imposibilidad para testimoniar del padre, El color del camaleón, al igual que El pacto de Adriana, dispone de elementos performáticos, pero, que en este caso logren el cometido de otorgar cuerpo y sentido a un testimonio inaccesible.
A través del testimonio escrito del padre, específicamente aquel que cuenta el episodio del secuestro y extorsiones recibidas por parte de la CNI, se articula una puesta en escena en un estudio de grabación con un actor contratado para enunciarlo. En esta escena el padre y el hijo se encuentran presentes en el estudio de grabación y el padre entrega las indicaciones al actor de cómo enunciar el testimonio. Las secuencias siguientes de la película corresponden a recreaciones e imágenes de archivo acompañadas por la voz en off del actor enunciando el testimonio de Lübbert.
A diferencia de El pacto de Adriana, el testimonio con que cuenta esta película no es desbordante, ni diverso, ni autoafirmativo, por el contrario, es errático, escueto e insuficiente. Y frente a ese obstáculo, que es abordado como sintomatología de los múltiples traumas vividos por el padre, el hijo ofrece las condiciones para performar su reconstrucción. Pero las ofrece únicamente a nivel de enunciado, sin indagar en su origen contextual.
Otra diferencia, quizás controversial al comparar el uso del testimonio en estas películas, es que la delicada zona gris que se propone desentrañar El color del camaleón, alcanza apenas la superficie. Una vez que accedemos a los retazos que componen el testimonio de Lübbert, el documental se mantiene en el objetivo de la reconciliación padre-hijo abandonando todas las aristas abiertas en el camino. Los centros de tortura visitados, pero no nombrados, las prácticas ejecutadas por altos mandos del ejército sin nombres, se vuelven información accesoria. Las condiciones socio-históricas que dan origen a ese testimonio pierden relevancia y con ello, las posibilidades críticas se reducen.
Conclusiones
Es posible que la crítica al testimonio planteada por Sarlo, aún tenga pleno sentido para quienes esperan del documental la reconstrucción de una verdad. Sin embargo, en tiempos en que el binomio realidad-ficción es cada vez más difuso, el cine exige de la crítica cada vez más el análisis de sus operaciones formales que de la veracidad de sus narraciones. La necesidad de “desconfiar de las imágenes” (Farocki, 2013) es inminente cuando todo es posible en el mundo digital, lo que nos permite adentrarnos en universos complejos, como el testimonio de perpetradores, pudiendo observarlos de manera crítica sin su validación automática en tanto testimonios, ni su exclusión inmediata por su abyección.
El testimonio, por lo tanto, es un elemento narrativo, discursivo o cinemático, cuyo sentido no se encuentra aislado, sino que a través de su interacción con los demás elementos de una puesta en escena, el documental logra franquear la barrera de lo incuestionable que pareciera ser dicha retórica testimonial. Cuestionar un relato sobre el pasado no necesariamente implica la discusión de dos personajes que disputan un sentido, sino más bien se trata de otorgar al espectador las herramientas para el cuestionamiento. Abrir preguntas que a veces quedan sin responder y en tal caso, exigir también al cine aquello que creemos merece respuesta, o la profundidad necesaria que nos permita trascender las barreras éticas que acompañan el testimonio de quienes formaron parte de los aparatos de destrucción de la dictadura. El pacto de Adriana, aun atravesando importantes cuestionamientos de clase y género que Rivas argumentó más de una vez en su testimonio, renuncia a tal justificación. El color del camaleón, por otro lado, si bien contribuye a la indagación de modos de operar de la CNI aún desconocidos, se resiste a profundizar en la zona gris de ciertos tipos de colaboración, como la del padre, de quien nunca conoceremos su grado de participación en atrocidades. La película propone empatizar con la relación padre-hijo que intenta reconstruir, por lo que otorga un lugar accesorio al nivel de involucramiento del padre, tranzando así la verdad por la empatía. Como si no fuese posible sostener que un colaborador pudiese ser un hombre cualquiera, con una familia y una vida cualquiera.
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