Especies de espacios
K, el personaje principal de El castillo, de Kafka, es un agrimensor sin tierra alguna que medir. Una figura incómoda e inútil, tozudamente racional, que se esfuerza en vano por dar cuenta de un espacio que no tiene mapa posible. El castillo y sus alrededores componen un lugar definido a partir comentarios susurrados, sospechas compartidas, leyendas entonadas e indicaciones vagas: allá lejos, más arriba, alrededor, cerca de… El espacio aparece como una materia espesa que desborda los confines amurallados del castillo; que se despliega, amorfa, en una extensión imposible de cuantificar. La comarca, en fin, se resiste a ser contorneada. Sin posibilidad de ordenación cartográfica, El castillo convierte en parodia toda positividad y en una antigualla toda delimitación jurisdiccional de la tierra. Así el territorio, y así las relaciones de poder que instituye: viscosidad de la burocracia volcada sobre el espacio, apenas ya esas líneas “suficientes para que haya un arriba y un abajo, un principio y un fin” (Perec, 2001, p.30). 1“Antes no había nada, o casi nada; después, no demasiado, unas líneas, pero suficientes para que haya un arriba y un abajo, un principio y un fin, una derecha y una izquierda, un anverso y un reverso”. (Perec, 2001, p. 30) Es el antes del trazado de una línea en un espacio vacío, ectoplasmático. Y por esto mismo, precisamente, la negación misma del espacio.
Cien años después, la fotogrametría contemporánea dibuja un impulso contrario a la situación planteada por Kafka en los años veinte del siglo pasado. La combinación de drones, cámaras digitales y software, ha permitido el desarrollo de técnicas de mapeo del espacio que están siendo utilizadas masivamente con fines de prospección territorial, producción de documentos cartográficos, y análisis topográfico. Más que una línea trazada para aislar, contornear, o definir el espacio, este se deletrea y reconstruye desde el aire a partir de un tejido de trayectorias imbricadas, capaces de ofrecer modelos tridimensionales que levantan cotas y forman volúmenes ante la más mínima oscilación topológica. Para el software que interpreta los datos de cámara del vuelo de un dron, terreno y construcción humana, objeto y formación geológica, forman parte de un mismo conjunto de variables, indistinguibles entre sí. Como ha señalado Hito Steyerl (2012), las tecnologías de imagen contemporáneas instituyen un paradigma soberano de la visualidad, fundado sobre la vista aérea y la verticalidad de la imagen 3-D. En este paradigma, el terreno es una ficción digital, y la estabilidad del punto de vista se sustituye por una multiplicidad de perspectivas, trayectorias, y puntos de fuga. Así, comenta Steyerl, la visión vertical amenaza –si no ha dado ya muerte– al régimen visual hegemónico de la modernidad occidental, la perspectiva clásica.
La perspectiva, como es sabido, se organiza alrededor de una suposición de la mirada. Se trata de un modelo que impone una disciplina sobre el campo de la visualidad: sujeto central, inmovilidad, monocularidad, abstracción de la percepción en un modelo operativo, etc. Durante los años sesenta del siglo pasado, la perspectiva se convirtió en el mal objeto que, desplegado en las tecnologías de registro y reproducción de imagen, amenazaba con corromper toda posibilidad emancipatoria del cine. Por ejemplo, el elogio de la toma larga y la profundidad de campo que realizara André Bazin fue entendido por muchos –sin ir más lejos, por uno de sus sucesores al frente de los Cahiers de cinéma, Jean Louis Comolli (1971)– como una continuación, por otros medios, del impulso “ocularcéntrico” de la metafísica occidental. El sujeto debía ser descentrado, echado a patadas de su posición hegemónica como centro articulador del campo de visión.
En cierto sentido, la utilización de drones para el mapeo del espacio cumple este mandato, aunque quizá de formas un tanto insospechadas. Si la perspectiva clásica, como ocurrió con los experimentos plásticos de las vanguardias históricas, podía ser puesta en crisis mediante una movilización de la mirada, hoy la visión aérea consiste, precisamente, en una amalgama de operaciones visuales sin centro estable. Si la perspectiva se fundaba sobre un campo visual homogéneo, replicable, la multiplicidad de trayectorias que configuran este nuevo paradigma vertical no devuelve un esquema visual, sino más bien un conjunto de procesos técnicos que coagulan en tantas imágenes como líneas de vuelo puedan imaginarse. Si, por último –y del lado de sus efectos– la perspectiva facilitaba la ilusión de identidad del sujeto a partir de un campo de visión consensual –a condición de asumirse imaginariamente en esa posición de privilegio–, la visión vertical estalla la mirada, asegura la experiencia de una visión sin sujeto.
Una imagen-volumen
Hablo aquí del espacio tal y como se construye técnicamente, y en relación siempre con la utilización del dron como herramienta cartográfica (otros usos, más “cinemáticos”, plantean un conjunto de problemas diferentes). En la perspectiva y sus tecnologías asociadas (camera obscura, cámara fotográfica, cámara de cine), la toma corresponde a la imagen que será posteriormente dada a la vista –eran, precisamente, vistas (vues) lo que el cine de los primeros tiempos prometía a sus espectadores–. El dron, por el contrario, captura un espacio a partir de un movimiento aéreo sobre el terreno.
Y este movimiento no tiene traslación en el campo de la mirada; no es, ni está pensado para ser, una vista. 2Existen infinidad de diseños de prospección aéreos que pueden ser consultados, descargados en internet y replicados por cualquiera con fines cartográficos. Estos diseños, además, suelen ser prototipos de trayectorias adaptables que el software de procesado de imagen ofrece a sus usuarios. Normalmente, el trazado de la trayectoria del dron sigue un esquema de líneas paralelas y perpendiculares que cubren el área deseada. Sin embargo, las técnicas de mapeo pueden variar –existen, por ejemplo, algunos esquemas que responden a una serie de círculos concéntricos trazados sobre del área de terreno a analizar, desde su centro hacia el exterior, o trayectorias que delimitan un perímetro sintetizado en un polígono irregular–. Ver, por ejemplo, los sitios web www.dronedeploy.com, 3dr.com, o pix4d.com Al contrario, se trata de operaciones visuales, misiones de vuelo, cuyo significado es ajeno a la percepción humana. Tampoco el campo léxico que nombra este proceso es ya, desde luego, el del cine o el vídeo –nada de imágenes, tomas, planos, encuadres, puntos de vista o paisajes– sino una amalgama de términos que se deslizan entre la estadística, la industria militar y las técnicas de vigilancia: análisis de datos, extracción de información, misión de vuelo, planeación, operación, inspección, rastreo, etc. Será el software el que reúna, calcule, sintetice y, finalmente, ofrezca a la monitorización humana una reconstrucción tri o bidimensional del espacio mapeado, listo para ser tratado como un vasto campo de información a inspeccionar.
Sin embargo, es difícil abandonar por completo la idea de que, aquí, de algún modo, aún se trata de tomas aéreas, es decir, de planos, o más bien, que aún podría tratarse de esto. ¿Qué ocurre cuando, en un ejercicio un tanto heurístico, entendemos la trayectoria de un dron sobre un terreno desde parámetros fílmicos, como una suerte de plano secuencia? 3En rigor, aquí se trataría de entender la trayectoria del dron como un “tracking shot”, una toma en movimiento que, en tantas ocasiones, se confunde con una de sus funciones narrativas fundamentales, la de articular un plano secuencia. Sobre esta distinción y la tendencia a solapar cualidades escalares (propias del concepto de “plano” en su acepción vulgar, como tamaño del objeto principal filmado) con cualidades temporales, diacrónicas (asociadas a la idea de “toma”, como imagen isomórfica con un continuo espaciotemporal registrado en cámara), que se articulan narrativamente, ver “¿Qué es un plano?” de Pascal Bonitzer (2007). Por lo demás, es la articulación narrativa, o más bien, su anulación, lo que me interesa explorar aquí: de ahí la decisión de mantener el concepto operativo de plano secuencia En el vuelo del dron como plano secuencia, la trayectoria de la cámara no se reconoce en la mirada de un sujeto (como en Pasolini (1971)), ni colabora en la clausura de la unidad de una acción dramática (como se encargó de estudiar Stephen Heath (1976)), ni propone, como en Tarkovski (2002), una ascendencia de la temporalidad en relación al paisaje (no hay, de hecho, paisaje, pues el tiempo queda aplastado, laminado, en una sucesión de imágenes fijas e inmunes a toda expresión de la duración).
Entendida como una toma cinematográfica, la imagen que, pese a todo, nos devolvería la trayectoria de la cámara montada sobre un dron, parece responder a una cualidad que Deleuze, en su Imagen-tiempo, asocia a cierta tradición del cine experimental, representada por cineastas como Michael Snow: “una percepción anterior a los hombres (o posterior), (…) un espacio cualquiera desembarazado de sus coordenadas humanas” (1987, p.176). Digo parece, puesto que la organización visual de la captura del espacio no es más que un momento, como he comentado, en el proceso que lleva a tal espacio a convertirse en una representación visual que el usuario analizará desde todos los ángulos posibles: una imagen operativa, plenamente funcional y extirpada de su temporalidad que, ya en esta fase, se sitúa en el extremo opuesto de esos “espacios cualesquiera” que caracterizan al cine moderno para Deleuze. Y, sin embargo, es en este momento del trazado, del cálculo no-humano de trayectorias, cuando se hace posible imaginar una forma visual que dialoga con algunas prácticas audiovisuales contemporáneas. En su excelente análisis sobre las tomas en movimiento que caracterizan las películas de Mark Lewis, Élie During habla precisamente de una imagen “que no es ya el espacio filmado (diegético o cinemático), ni la profundidad de lo visible que permite la profundidad de campo, sino el volumen de la imagen en tanto imagen” (2016, p.38). Una “imagen-volumen”, “sin punto de vista”, que Raymond Bellour, hablando del artista canadiense, entiende, también, como un “prototipo que se proyecta hacia una imagen que se extiende más allá del cine” (2016, p.241).
Así pues, si es posible imaginar un cine que, como el de Lewis –pero también el de la propia Steyerl, o el de Harun Farocki; aquí son demasiados los ejemplos– toma ciertas ciertas tecnologías de imagen no cinematográficas como punto de partida para una práctica artística, es posible también imaginar ciertos movimientos del cine, en su historia, en su vocación narrativa, como trayectorias que delimitan y construyen modos de acceso al espacio, como modos de mapear el terreno que instituyen diferentes relaciones con el campo de lo visual. En este sentido, el vuelo del dron y el movimiento de la cámara cinematográfica, el mapeo y el cine, encuentran un punto decisivo de convergencia. La trayectoria misma se convierte en una herramienta cartográfica; una herramienta que, ya con Rancière, delimita una “topografía de lo posible” (2010, p.52), que abre la imagen a su dimensión política: “una delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, de lo que define a la vez el lugar y el dilema de la política como forma de experiencia” (Rancière, 2002, pp.16-17). Podemos así realizar el ejercicio de abstraernos de los objetivos que persiguen estas herramientas, suspenderlas de su entramado causal, y entender, como bricoleurs, la movilidad interrumpida de la cámara, la organización de un “plano secuencia” cinematográfico, como un objeto instrumental en sí mismo: ¿qué trayectorias dibuja? ¿Con qué objeto? ¿Qué muestra y qué deja de lado? ¿Qué espacios delimita? ¿Cuáles son las relaciones que establece con el territorio, con el lugar? La cámara y su movimiento, tratados así como monumentos históricos que hablan de los diferentes modos en los que se construye el campo visual, de la relación que establecen entre tecnología, visualidad, conocimiento, y territorio.
Un toque de maldad
Es una línea, la trayectoria trazada por la cámara, la que instituye un campo visual y recorta los espacios y los tiempos de acuerdo a un determinado plan de vuelo. Una línea que, como señala Samuel Steinberg, es ya “una partición, conceptual o real, pintada o esculpida, (…) el itinerario de un viajero” (2016, p.170) –o, añado, el trazo de una cámara móvil–. Una línea que, en suma, delimita una frontera. Quizá el ejemplo más notorio de la relación entre trayectoria de cámara, topografía política y “partición de lo sensible” sea el famoso plano secuencia con el que abre Sed de mal (Touch of Evil), la película dirigida en 1958 por Orson Welles. En las líneas siguientes, me propongo estudiar este movimiento –y también el plano que le sigue inmediatamente en el montaje– como un trazado cartográfico, como un plan de vuelo vaciado por completo de su contenido narrativo –pero no de su topología, real e imaginaria–, alrededor de la frontera México-Estados Unidos.
Como es sabido, la trama de Sed de mal se desarrolla en Los Robles, una ciudad fronteriza entre México y el Estado de Texas, EE.UU.. El plano de apertura sigue el recorrido paralelo de una bomba alojada en el maletero de un Chrysler y una pareja de recién casados, Vargas (Charlton Heston) y Susan (Vivian Leigh), por las calles de la parte mexicana de Los Robles. La toma recorre un pequeño callejón, una avenida amplia y la calle sobre la cual se yergue el paso fronterizo entre ambos países. Tanto el coche como la pareja se dirigen a los Estados Unidos, y es justo allí, sobre la línea imaginaria que separa un país del otro, donde el plano se interrumpe tras tres minutos y medio de acción en continuidad: la pareja se besa en una réplica de final feliz, mientras el coche, fuera de campo, ya en territorio estadounidense, explota estrepitosamente.
Olvidemos por un momento la presentación de los personajes, la construcción de la premisa argumental, la pulsación sonora, la oscilación rítmica entre la pareja protagonista y los desdichados ocupantes del Chrysler. Olvidemos, en definitiva, todas las marcas que hacen de esta larga toma en movimiento (tracking shot) un plano secuencia. Tratemos de ver, por el contrario, el movimiento de la cámara como una trayectoria abstracta que define una topología, como una suerte de herramienta cartográfica diseñada expresamente para mapear el espacio del film.
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¿Qué queda entonces? En primer lugar, y en el intervalo que se abre entre ficción y producción, una constatación obvia: el recorrido que traza la cámara y que describe el espacio de Los Robles en su parte mexicana no corresponde a ninguna ciudad mexicana, sino que corre por las calles de Venice Beach, Santa Monica. Desde la esquina de Pacific Avenue con la prolongación Este de Cephyr Court, 35 metros hacia el noreste por un pequeño callejón para volver de nuevo hasta Pacific Ave. y recorrer 50 metros en dirección sureste, hasta la esquina con Windward Ave., donde la cámara gira en dirección a la playa en dirección suroeste, deja atrás el famoso cartel que anuncia la playa de Venice –transformado en México para el film– y recorre los últimos cien metros antes de detenerse, girar noventa grados en dirección norte, y mostrar el beso entre Vargas y Susan.
Es interesante pensar esta relación, totalmente externa a los intereses narrativos del film, como un ejercicio de cartografía experimental que define la relación entre ficción y territorio. Pensar, por ejemplo, que es la realidad de la topografía urbana de Santa Monica la que determina el deambular imaginario en Los Robles, a su vez abstracción de una ciudad fronteriza mexicana. Pensar, por ejemplo, que la posición cartográfica de los Estados Unidos en la ficción coincide con la playa de Venice –punto de fuga, espacio abierto– en la topología del rodaje. Pensar, por ejemplo, que el movimiento de cámara invierte la relación vertical de ambos países: la parte de Texas al sur, y el pueblo mexicano al norte. Pensar, en definitiva, que una imagen de la frontera se construye a pesar de ella, que el territorio de la ficción nunca coincide con el terreno de la acción.
Sin embargo, la agencia de la cámara aparece en toda su potencia constructiva cuando entendemos el arranque de la película como una “distribución de lo sensible”, un mapeo de las intensidades políticas que atraviesan el film. Para esto, es necesario atender no solo a este primer y espectacular plano, sino también al que monta con este, al que perfila la primera línea de demarcación –el primer corte– de la película. Los dos primeros planos de Sed de mal se distribuyen, en la ficción, entre ambos países: el primero, que ya he comentado, para la parte mexicana de Los Robles; el segundo, para su parte estadounidense. Ambos, campo y contracampo, son propuestos como una verdadera declaración de intenciones. El plano secuencia, visto en su trayectoria, tiene la forma de un rayo, una ese alargada y quebrada que baja en dirección norte sur. México es, podría decirse, la mecha encendida que corre al encuentro con el explosivo, como el relámpago en busca de tierra. Welles se cuida mucho de detener el plano exactamente sobre esta frontera imaginaria. Incluso, se permite girar la cámara noventa grados para hacer coincidir el tiro de cámara con la línea que separa ambos países. Pero nunca muestra la parte estadounidense (apenas se acerca, la recorre, la perfila).
Tras tres minutos y medio de toma en continuidad, la explosión se produce y Vargas levanta la mirada. Es ahí donde se produce el primer corte de la película, donde el contracampo –EE.UU.– es finalmente mostrado. Este segundo plano tiene la forma de un zoom, y apenas llega a durar dos segundos. Es seco, abrupto, explosivo. Muestra el coche en llamas saltando por los aires como una visión al microscopio, aislada de todo contexto urbano. Repartidos a ambos lados del corte, los diseños de las trayectorias hablan de dos temporalidades inconciliables, pero también de límites –fronteras– sostenidas por el estilo de puesta en escena, de espacios que se reparten en una relación de causalidad obvia (el transcurrir del tiempo y el espacio en la parte mexicana de Los Robles, como causa material del estallido de violencia que sacude en un instante la parte estadounidense).
Por último, la apertura de Sed de mal anticipa la relación entre movilidad del cuadro y movilidad geográfica en un espacio globalizado. La anticipa, pero también constituye una especie de prehistoria para ella. La cámara de Welles sigue pegada al suelo, anclada al espacio terrestre y, de algún modo, al territorio.4Welles utilizó una grúa Chapman de más de 22 pies de longitud de brazo para realizar este plano. Ver Terry Comito (1998, p.9) Quizá por eso el paso de un sitio a otro, de un país a otro, no se produzca sino mediante un desgarramiento de la imagen (la explosión, el corte). Es el uso de una herramienta terrestre –una cámara dependiente del suelo– el que no permite imaginar una relación de ingravidez, de fluidez entre territorios. La lógica binaria que atraviesa la totalidad del film se expresa en el plano secuencia como herramienta cartográfica, como tecnología que determina la institución política del territorio. 5Una incorporación de elementos narrativos al análisis obligaría a entender la frontera como una alegoría de la construcción de la diferencia sexual y racial, de la oscilación entre Ley y deseo, y de la inestabilidad de estas posiciones, siempre bajo la amenaza de su transgresión o violación traumática… Un juego propio del noir que Welles construye, aquí, a partir de una metáfora geopolítica para la que la narración es siempre una búsqueda de una homogeneidad perdida. Remito aquí al análisis seminal que realizara Stephen Heath (1975) sobre Sed de mal, Film and System: Terms of Analysis, publicado en dos partes en la revista Screen
Geopolíticas del plano secuencia
La cámara de Welles traza un territorio y delimita un mapa de intensidades sobre una frontera política. Aquí el espacio fílmico aún remite a una consistencia espacial, a un terreno que puede ser recorrido físicamente. Sin embargo, la utilización de tecnologías digitales –como, de hecho, se utilizan en la reconstrucción de espacios a partir del mapeado de drones– permite también coser espacios imposibles, trazar líneas territoriales que no corresponden ya a un continuo espaciotemporal. Entendido como una técnica cartográfica, el empalme de varias tomas en una falsa sensación de integridad de movimiento permite, precisamente, la aparición de movimientos aberrantes, fuera de los límites de la física (La habitación del pánico, de David Fincher, 2002), desterritorializados. Y de tiempos también paradójicos (El arca rusa, de Sokurov, 2002; Birdman, de Iñárritu, 2014). La liberación de la cámara del territorio, de la materialidad del suelo, junto al falso empalme en continuidad, son procesos técnicos que permiten reconstituir un nuevo sujeto observador. Como dice Steyerl, ya no es el observador estable que imagina la perspectiva, y que se funda sobre la doble suposición de una línea de tierra y una línea de horizonte. Al contrario, se trata de un “observador flotante imaginario sobre un suelo imaginario” (2012, p.26), mera abstracción del espacio en la interfaz del programa de 3-D.
¿Cómo se articula ese “suelo imaginario”, este “espectador flotante”, con la construcción discursiva del espacio a partir del trazado de la cámara? ¿Existen, en definitiva, líneas que territorialicen ya no de acuerdo a la lógica binaria de la frontera como lugar de disyunción y conflicto, de choque de temporalidades (como en Welles), sino de acuerdo a las lógicas geopolíticas contemporáneas? ¿Hay, en definitiva, trazados que expresen la cartografía de un mundo dominado por las lógicas de intercambio neoliberales? 6Aquí, pienso en las reflexiones de Homi K. Bhabha, sobre la movilidad del artista contemporáneo: “El mundo se hace más pequeño para aquellos que lo poseen. Para el desplazado o el desposeído, para el migrante o el refugiado, ninguna distancia es más extraordinaria que los pocos centímetros que cruzan una frontera” (1992, p.88). La movilidad de la cámara, las trayectorias que esta dibuja y los lugares que recorre, no deberían afrontarse sin la perspectiva política y antropológica que Bhabha permite entrever
Pensemos en un film reciente: Spectre (2015), de Sam Mendes. Un film que pide además, y desde el principio, ser leído en diálogo con el de Welles. Brevemente, me interesa destacar tres aspectos que giran, también, alrededor de la primera secuencia de esta película, y que pueden ponerse en una relación dialéctica con la apertura de Sed de mal: la cualidad de la toma en movimiento (el trazado de una línea) como apertura y metáfora del movimiento general que traza el film; la función y posición del corte diegético –en ambos casos, una explosión– como bisagra que marca su comienzo (narrativo); y, por último, la relación que el mapeo espacial de la cámara establece entre México y Estados Unidos (aquí, en el marco de relaciones transnacionales más amplias).
La toma larga en movimiento con la que arranca Spectre es, en primer lugar, una falsa toma larga, en el sentido de que hay al menos dos empalmes de imagen, dos falsas continuidades, que permiten realizar la concatenación exterior-interior-exterior que propone Mendes. 7Al menos dos: el primer cosido, en la entrada de la cámara desde la amplia avenida al interior del hotel; el segundo, en la salida de la cámara por la ventana de la habitación hacia la fachada exterior del edificio Exterior como fiesta, carnavalización del espacio público y atracción turística; interior como repliegue de la fiesta hacia la intimidad, doblez clásico del suspense en el deseo; exterior como vuelta a un espacio que no es ya el del fluir de sus gentes, los sonidos, las energías liberadas, sino más bien el de un sujeto, Bond, que, como una suerte de neosituacionista oscuro, un traceur armado con una semiautomática, se desplaza entre azoteas de edificios del centro de la Ciudad de México hasta encontrar el punto de vista perfecto para cometer un asesinato. La frontera, la demarcación de la línea que Welles dibuja y desdibuja constantemente –como el eje de un tentetieso o el cable de un funambulista– es en Spectre una reliquia que puede ser transgredida: de ahí que el paso imposible del exterior al interior (y al interior del interior, puesto que la toma se llega a condensar en los escasos centímetros de un ascensor) y de nuevo al exterior, se proponga como un juego de niños, el simple seguimiento de la curva que traza el protagonista sobre el espacio. Una curva que, aún asociada al movimiento de Bond, es del todo imposible, y debe ser reconstruida en postproducción. Entonces, un sujeto imaginario, una cámara imaginaria y un suelo imaginario como fundamentos para un elogio de la movilidad.
El plano de apertura de Sed de mal funciona, tanto narrativa como espacialmente, como un movimiento cerrado sobre sí mismo. La réplica de final feliz, con el beso entre Susan y Vargas, clausura un movimiento que, en el plano de la trayectoria, se posa y finaliza en el eje que delimita la frontera entre México y Estados Unidos. La explosión que le sigue es, por tanto, un corte en el tejido del film, el punto de ignición con el que arranca la acción dramática, su contracampo geopolítico. Spectre, por su parte, utiliza también una explosión como punto de inflexión narrativo. Sin embargo, la explosión no se monta con la toma larga, sino que sucede después de una pequeña serie de planos/contraplanos en los que vemos a Bond vigilar una conversación sostenida entre dos hombres en un edificio contiguo, a través de una ventana. Es por esta razón que el plano de arranque de Spectre no es un plano secuencia, puesto que la acción continúa más allá de este primer corte. Pero esto tiene una consecuencia: parecería que, para Mendes, no hay ya una línea que pueda dar cuenta del territorio, que demarque o delimite un espacio, sino que el trazo se desdibuja, se desplaza, hacia una composición espacial de puesta en escena más convencional; la trayectoria se une a otras trayectorias, el trazado se disimula; fluye, en el interior de la acción narrativa, hacia otras estructuras: se desvanece.
La secuencia de apertura de Spectre, como todas las que abren la saga, es un aperitivo de lo que está por venir y, a la vez, una declaración de intenciones del director. Su larga toma en movimiento puede entenderse como una metáfora del movimiento que desarrolla el film; la trayectoria de la cámara, como un falso mapa que se desplegará en lo que sigue. Así, la película-franquicia opera como un contenedor narrativo de trayectorias geopolíticas que pasan por México, Inglaterra, Marruecos, Italia y Austria. La ficción ordena narrativamente el verdadero movimiento puesto en juego: el de las grandes inversiones de capital que la producción del film permite y que, de hecho, lo hacen posible. En este sentido, y al contrario que en el plano secuencia del film de Welles, que representa una pequeña ciudad de México rodada en Venice Beach una noche de febrero de 1957, la cámara de Mendes, literalmente, tomó el centro de la Ciudad de México durante los meses de marzo y abril de 2015. Una cámara que resulta tan inmaterial y fluida en el film como densa, tozudamente material, en sus efectos “reales” sobre la vida de la ciudad. 8El rodaje estuvo rodeado de polémica por los acuerdos sostenidos entre Sony y MGM, por un lado, y el gobierno mexicano, en relación a supuestos cambios en el guión que habrían sido impuestos como condición para dar el visto bueno al rodaje. En cualquier caso, el rodaje fue polémico por muchos otros motivos, y obligó al cierre de calles enteras y comercios durante las casi dos semanas de rodaje. Ver, por ejemplo, “James Bond en México”, de Raymundo Riva Palacio (http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/james-bond-en-mexico.html) o “Spectre: una película dedicada a México. Crónica desde el set”, de Martha Patricia Montero (http://www.correcamara.com.mx/inicio/int.php?mod=noticias_detalle&id_noticia=5625). Por otro lado, Sed de mal fue concebida por los estudios Universal como una película de Serie B, que acompañaría en salas a The female animal (Harry Keller, 1958). La comparación, pues, podría resultar superflua si no fuera por los efectos que estos modos de producción y su desarrollo histórico tienen sobre la construcción, tanto a nivel político como discursivo, del territorio La trayectoria no-humana y no objetual de la cámara en ese primer plano secuencia es la cartografía imaginaria de un movimiento que solo es posible en el espacio virtual y desterritorializado de las transacciones financieras, en el espacio virtual del software 3-D, pero que, a su vez, interviene decisivamente sobre los espacios que ocupa y las gentes que lo habitan. El punto de vista, más aún que en la perspectiva clásica, es solo una ficción que trata de figurar un desplazamiento que no conoce fronteras, suelo u horizonte, mientras levanta estados de sitio en los lugares que efectivamente visita.
Ocupación de un plano
La propuesta de leer las trayectorias de cámara (ya sea de drones, en sus usos topográficos, como de tomas en movimiento cinematográficas) vaciadas de su contenido funcional o narrativo, como “imágenes-volumen” capaces de cartografiar un territorio, implica, por tanto, un mirada a sus relaciones reales con el terreno. El cine de ficción suele referirse a estos lugares como “locaciones”, espacios que tienden a subordinar su especificidad a las necesidades narrativas del film. Sin embargo, esta lectura obliga a entender la relación discursiva entre la puesta en cámara y el territorio como aquello que conforma un “lugar” (place), entendido como “la intersección de relaciones sociales, económicas y políticas, más que una locación geográfica definida” (Doherty, 2007). La cámara, pues, colabora en la construcción de una situación, produce una situación que es ya un tejido de técnicas, representaciones, y determinaciones culturales tensadas sobre un territorio. En este sentido, las prácticas audiovisuales comentadas no dejan de ser, o pueden ser vistas, como intervenciones de sitio-específico, prácticas sociales que instituyen relaciones específicas de visualidad y poder sobre el territorio. Una manera de entender, para concluir, estas cuestiones, es afrontar la práctica cinematográfica desde algunos de los postulados propuestos por el situacionismo en los años cincuenta del siglo pasado.
“Podemos imaginar dos usos diferentes el cine”, escribió Guy Debord en el primer número de la Internacional Situacionista, “en primer lugar, su empleo como forma de propaganda en el periodo de transición pre-situacionista. Después, su empleo directo como elemento constitutivo de una situación realizada. El cine es, de este modo, comparable a la arquitectura, por su importancia actual en la vida de todos” (1958, p.9).
El primero de los usos del cine imaginados por Debord se asocia a los procedimientos de desvío, o “desvío de elementos estéticos preexistentes”: “la integración de producciones artísticas pasadas o presentes en una construcción superior”. En el cine de compilación y found-footage, imágenes públicas y privadas se someten a una operación alegórica de remontaje que quiere ver, en la poética del fragmento y encuentro fortuito, la aparición fulgurante del sentido (Burger, p.130). El segundo de los usos, sin embargo, parece situar al cine como herramienta de apoyo instrumental y performativa para la construcción de situaciones; una táctica de intervención estética más cercana a la poética de la deriva, que fue otra de las estrategias privilegiadas de los situacionistas para construir situaciones. 9“Situation construite: Moment de la vie, concrètement et délibérément construit par l’organisation collective d’une ambiance unitaire et d’un jeu d’evénéments” (Internationale situationniste no. 1, p.13) También en el cine militante, la cámara, como “elemento constitutivo de una situación realizada”, se vuelve extensión de un cuerpo en lucha, y las prácticas fílmicas pasan también por “derivas”, nuevas topografías que des-dibujan la geografía del París del 68. En ambos casos, en definitiva, “el cine es (…) comparable a la arquitectura”. La organización de la imagen, en su doble movimiento (hacia afuera, hacia los espacios, los tiempos y las acciones; y hacia dentro, en su disposición como resultado de un montaje), es siempre la organización de la especificidad de un sitio.
Ahora bien, ¿es posible pensar ambas estrategias, desvío y deriva, a partir de un mismo principio de trabajo? En otras palabras, ¿en qué sentidos puede “tomarse”, “ocuparse” un plano, entendido, como aquí, como una suerte de herramienta cartográfica que pueda reimaginar el territorio? Los mapas dibujados por los situacionistas para imaginar derivas por la ciudad nos enseñan, precisamente, la posibilidad de usar trazados aleatorios sobre el espacio urbano como herramientas que posibilitan la invención y la experiencia de otros modos de vida, de otros modos de organización (política) del espacio. Las estrategias de apropiación nos muestran la posibilidad de activar, en el encuentro fortuito entre imágenes dispares, sentidos no figurados en sus articulaciones originales, que arrastran un campo de significaciones que es puesto en colisión con otras realidades.
Los planes de vuelo de los drones, tanto como los complejos movimientos de cámara en la ficción narrativa, ofrecen, para la práctica audiovisual contemporánea, un catálogo inmenso de mapeos del terreno; mapeos que, trazados sobre lugares específicos, fosilizan una determinada imagen del espacio, distribuyen intensidades a un lado y otro de la línea que dibujan, y portan consigo sus efectos discursivos sobre el territorio. Tratados como imágenes-volumen, desprovistas de su funcionalidad, constituyen herramientas cartográficas que se erigen como una suerte de monumentos o esculturas públicas, móviles, que nos hablan de cómo se conforma la visualidad contemporánea en relación con el espacio.
Este movimiento, como he indicado, implica una idea de separación o, si se quiere, de fosilización de las trayectorias. Si, bajo el primado de la perspectiva, combatirla significó movilizarla, cuando se trata de resistir la soberanía de la visualidad vertical 3-D, la inabarcable multiplicidad de trayectorias con sus infinitas variaciones, quizá se trate, en primer lugar, de paralizarlas, desfuncionalizarlas, monumentalizarlas.
En un reciente texto sobre la relación entre arte y activismo, Borys Groys apela precisamente a este sentido de modernidad estética que, tras la revolución francesa, habría tenido como objetivo crítico precisamente la congelación estratégica de la funcionalidad de las obras de arte del pasado. Una manera, comenta, para la cual “estetizar las cosas del presente significa descubrir su carácter disfuncional, absurdo, inoperativo –todo aquello que las convierte en no usables, ineficientes, obsoletas–” (Groys, 2014, p.6). Solo así, tras un primer momento de “parada”, de confiscación o suspensión, para decirlo con Rancière, pueden estas trayectorias movilizarse de nuevo, transformando el sentido recto de las tecnologías, de sus territorializaciones y usos ortodoxos, para imaginar nuevos escenarios de trabajo.
Tomemos de nuevo, para finalizar, el ejemplo del plano secuencia de apertura de Sed de mal. ¿Cómo vaciar, cómo volver a ocupar un plano? ¿Qué relaciones de acción, de encuadre, qué acontecimientos es capaz de volver a producir? ¿Cómo se relacionan estos nuevos usos con su empleo original como herramienta de demarcación ideológica de la frontera? ¿Es posible reimaginar su funcionalidad, utilizarla tácticamente como generadora de nuevos discursos? ¿Puede, en suma, colaborar a construir una “especificidad relacional” (Kwon, 2002, p.166) que ponga en diálogo sus determinaciones históricas con otras urgencias, otros territorios? Al liberarla de su función narrativa, de la imagen registrada en Santa Monica hace ya sesenta años, la gran ese quebrada que marca la trayectoria de la cámara se revela como nada más que una suerte de plantilla, una deriva en ready-made, una escultura pública dispuesta a volver a ser usada sobre nuevos territorios, reconstituida sobre nuevos relatos. Ya no un plan de vuelo, sino un plan de trabajo que, si bien no devuelve la estabilidad de una línea de horizonte, sí permite trazar un arriba y un abajo, un principio y un fin, una mínima tarea para K, el agrimensor imaginado por Kafka. 10Este texto forma parte de una investigación artística sobre la apropiación de técnicas de producción cinematográficas que estoy llevando a cabo en la actualidad. En concreto, el plano secuencia de apertura de Sed de mal es el origen y “herramienta cartográfica” principal de la obra Bajo la línea/Los robles, actualmente en desarrollo
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