Sobre Children of Men

(Alfonso Cuarón, 2006)

Por Pablo Corro Pemjean

Biografía +

Investigador y académico. Profesor Asociado Instituto de Estética Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Chile. Jefe del Magíster UC en Estudios de Cine


 
 

A los niños nacidos en el año 1995 se los llama Omegas. Nunca se ha estudiado, examinado, valorizado, perdonado o sufrido tanto a ninguna otra generación. Ellos eran nuestra esperanza, nuestra promesa de salvación, y eran -lo son todavía- excepcionalmente hermosos. Pareciera que en su última crueldad la naturaleza hubiera querido enfatizar lo que hemos perdido.

P.D. James, Children of Men (1992)

Quien habla es Theodore Faron protagonista de la novela de P.D. James, que motiva el filme homónimo de Alfonso Cuarón (2006). En el libro el personaje es Doctor en Filosofía, académico de Oxford; en la versión del mexicano, Theo Faron es un funcionario público, un burócrata de rango medio de algún ministerio.

En la cita, el protagonista se refiere a la última generación de hombres que nació en la Tierra. El asunto de ciencia ficción a corto plazo que propone el argumento de la novela y que el filme aprovecha es el de una pandemia de infertilidad que afecta a la especie humana entre 1995 y 2021. El mundo de ambos textos es prácticamente el presente. Londres, como lo fue Los Ángeles de 2012 Ridley Scott en Blade Runner (1982), trasposición de una novela de Philip K.Dick, es casi idéntica a su referente contemporáneo sólo que más sucia hacinada y con elementos formales, materiales, tecnológicos de orientalización, por ejemplo, la presencia de unas especies de rickshaw motorizados que junto a la suciedad y el hacinamiento nos remiten a Shangai o Calcuta.

En la consistente y bella versión cinematográfica de Cuarón no fue incorporado el motivo de los Omega, última generación de hombres, la generación más joven del planeta, nominados con la letra terminal del alfabeto griego para integrar a la idea del término mismo posibles reminiscencias mitológicas. “Los hombres, que ahora tienen veinticinco años, son fuertes, individualistas, inteligentes y hermosos como dioses”.

Esa exclusión, sin embargo, es relativa porque Cuarón aprovecha poéticamente la digresión ontológica que desarrolla Theodore Faron a propósito de la belleza y la esterilidad de los Omega: pareciera que “en su última crueldad la naturaleza hubiera querido enfatizar lo que hemos perdido”. La figuración literaria que hace P.D. James de esta idea es de carácter visual. La belleza de los hombres y mujeres Omega es una evidencia visible de lo que se acaba, la especie humana. La relación entre belleza e infertilidad eventualmente implica un juicio sobre cierta inutilidad ontológica de la cultura, por cierto, del arte 1A propósito recordamos la famosa frase de Dostoievski, “la belleza salvará al mundo”, eslogan que el recordado académico y poeta chileno, director por muchos años del Instituto de Estética UC, Fidel Sepúlveda, utilizó como frase para promover su singular licenciatura. Cuarón traspone la idea al medio cinematográfico como un asunto sonoro.

El filme, tal como el libro, comienza con la información, difundida por los medios noticiosos y a través de las omnipresentes pantallas de televisión, de la muerte por asesinato del “último ser humano nacido en la faz de la tierra”. En la madrugada del 1º de enero de 2021 murió en Buenos Aires, según el libro, “José Ricardo”, a quien el mexicano Cuarón, acaso como una broma, un guiño popular a la relación entre ingleses y argentinos, llama “Diego Ricardo”, “Baby Diego”, el hombre más joven del mundo.

En el filme, Theo (Clive Owen), el protagonista, se entera de la noticia en un pequeño almacén atiborrado de gente pasmada frente al monitor de televisión. El tipo entra para comprar un café, considera un poco el extra noticioso y luego, indiferente, apático, desmarcado de la conmoción general, se retira. La cámara operando un plano secuencia lo ha acompañado en sus movimientos, ha ingresado con él al comercio y una vez fuera del local, se distancia del personaje hacia la zona del contracampo y lo presenta en plano general deteniéndose en la vereda para revolver el café. Se produce, entonces, una violenta explosión en el almacén, ha estallado una bomba. La secuencia termina con el protagonista y los transeúntes huyendo hacia el lado de la cámara, con una nube negra que emerge del sitio del atentado, que ensombrece ahora la calle y de la que emerge caminando hacia nosotros una mujer en estado de shock, tiznada, con las mechas tiesas, sosteniendo con un brazo el otro que le desmembró la explosión. Sobre la imagen que pasa a negro y que luego expone el título del film Children of Men, suena un pito, un sonido agudo y penetrante, proyección sonora sobre la imagen del mundo diegético del trauma acústico que ha sufrido Faron y que lo acompañará durante buena parte de la historia.

En la película, poco después de este suceso, el apático Theo es raptado por unos activistas que defienden los derechos de los inmigrantes que invaden Inglaterra, único sitio más o menos libre de las convulsiones sociales y políticas que ha provocado en todo el mundo la vida sin niños, la ausencia de embarazos, de nacimientos, y su efecto apocalíptico, el de la certidumbre del fin de la especie humana.

La señora James y Cuarón enfatizan en sus textos que la infertilidad desmorona sicológica y políticamente a las sociedades y que él único recurso del Estado, en este caso el Británico, para preservar la institucionalidad, es imponiendo un régimen autoritario, un orden policial, militar, un sistema de control de las poblaciones que se ejecuta mediante el tratamiento sanitario, sedativo de la ciudadanía angustiada a través del suministro de ansiolíticos y antidepresivos, proporcionando a la gente los elementos médicos necesarios para suicidarse de modo aséptico, y, en relación con los inmigrantes, a través de un programa de persecución y confinamiento de ellos en campos de concentración.

Los Peces’, grupo que rapta a Theo, que pasa de las acciones pacíficas a la violencia, tiene entre sus líderes a su ex mujer, Julianne (Julianne Moore). Al protagonista lo plagian, por ocurrencia de ella, para obtener a través suyo un salvoconducto que les permita trasladar a una muchacha, una inmigrante negra, a una zona costera. En la versión de Phillys Dorothy James, Theo es primo del dictador que gobierna Gran Bretaña, Xan Lypiatt, una especie de Oliver Cromwell; en la película de Cuarón aquel personaje, que en el libro era fundamental puesto que funcionaba como alter ego omnipotente pero nefasto del profesor Faron, es reducido a la condición más leve, y periférica, de Ministro de Cultura británico. Theo, por sus relaciones político-familiares, es un medio para vencer las restricciones de movimiento que ha impuesto el régimen totalitario inglés.

En la escena en que Julianne explica al conmocionado Pharon la razón de su apresamiento y el pago que han previsto para compensarlo por su colaboración forzosa, éste, le expresa el malestar en los oídos que le produjo la explosión de la bomba, le cuenta que siente un pito enervante en el interior de su cabeza desde el instante del atentado. Julianne, al respecto, le recomienda que preste atención a ese sonido, puesto que “es el canto del cisne de sus células auditivas” las que mueren por efecto del trauma, que ese ruido es lo último que escuchara en ese registro.

El pito en el oído de Pharon, que es manifestación inútil, inarticulada, insignificante respecto del mundo de los fenómenos externos, pero evidencia de un sentido que se atrofia, es en la película el equivalente dramático, metafórico, del motivo literario de La bella apariencia de los Omega, como alarde visual de la naturaleza pero alarde estéril.

La variación argumental que realiza el cineasta mexicano en este punto es una variación estética en el régimen expresivo de las metáforas, de lo visual a lo sonoro.

La proximidad inquietante entre el mundo que imagina P.D. James y el nuestro se verifica mediante identidades visuales cómo la del aspecto de Londres que ya señalamos y que es una identidad material, escénica, técnica, de vestuarios, de procesos sociales contemporáneos sólo que re-contextualizados. Por ejemplo, las imágenes de la insurrección en el poblado de refugiados a orillas del mar, especie de pueblo-ghetto-campo de concentración, donde Pharon y Kee, la muchacha negra elegida para salvar el mundo, se introducen, paradojalmente para escapar del acecho de los poderes, imágenes de insurgentes desfilando por calles destruidas con brazos y metralletas en alto y con sus cabezas cubiertas con Hatta o Kufiya, pañuelos pro causa palestina, son actuales, pueden corresponder a imágenes recientes en Cisjordania, en la Franja de Gaza o antes en El Líbano.

La posibilidad cierta de un porvenir a corto plazo tan apocalíptico como el de Children of Men se argumenta a través de la proximidad y la verosimilitud visual, de los escenarios y de los procesos dramáticos que Cuarón privilegia. Ahora bien, esa cercanía y posibilidad existencial se siente a través de un inventario sonoro distinguido.

La primera sensación sonora apocalíptica es la de la ausencia de voces, risas y canciones infantiles. Nada de ello importaría si los móviles institucionales, los dramas personales, los espacios públicos no se manifestaran determinados por el trauma de su ausencia. Cuando recordamos la escena en que Faron conversa con la matrona del grupo en una sala cuna o jardín vacío, ruinoso, aún con los dibujos infantiles en los muros pero invadido por animales del bosque, recordamos unas voces infantiles que no estaban ahí.

Las canciones Ruby Tuesday, de Jagger y Richards, Tomorrow never knows de Lennon y McCartney, y Hush, ejecutada por Deep Purple, en el soundtrack del filme, son reminiscencias sonoras del momento no demasiado remoto en que occidente se propuso y frustró al mismo tiempo proyectos culturales que contrariaban a nivel ético, lingüístico, político, económico y social la hegemonía del capitalismo. El personaje Jasper, interpretado por Michael Caine y que sólo está en el filme, amigo hippie de Faron, galardonado ex caricaturista político, asombrosamente parecido en una foto a Eric Clapton, es quien con su cabaña en el bosque, su culto de la marihuana, y esas canciones, representa una remota, extravagante alternativa de rumbo para la Modernidad. La conexión con ese tiempo es inicialmente musical.

Otra dimensión de experimentación sensorial, sonora, del devenir de la contemporaneidad es la del caos, del conflicto social, del choque de culturas, y en último término de la guerra.

Al respecto viene al caso señalar una idea que propone el filósofo esloveno Slavoj Žižek, en una entrevista difundida en Youtube, sobre la puesta en escena de Cuarón en Children of Men 2Link a video, puesta en escena como inusitada administración jerárquica de los espacios-planos dramáticos, como política de articulación ideológica de las distancias.

En el video Zizek sostiene que “la verdad del filme de Cuarón está en el fondo, no en el primer plano”, se refiere luego a una representación o perspectiva del tipo “anamorfosis”, dice que “si miras directamente los motivos de la opresión no ves nada”, en cambio afirma que realmente “ves” si “miras de manera oblicua…en el fondo” 3Para ilustrar el genio de Cuarón, la posesión de un estilo, la edificación de una ideología estética como articulación espacial, Žižek sostiene que Children of Men es un desarrollo de propuestas precedentes del mexicano. Dice que “Children of Men es de una extraña manera un remake de Y tú mamá también (2001). En aquella, en la representación, entre el primer plano y el plano de fondo”.

Dos sentidos, creemos tiene la noción de ‘verdad’ que utiliza Žižek, uno como el postulado de fondo de la película, el sustrato ideológico o fundamento conceptual de la re-escritura que hace de la novela de P.D. James, que es al mismo tiempo su hipótesis sobre el devenir de lo humano, puesto que con la novela se sitúa en el régimen narrativo representacional de la ciencia ficción a corto plazo. El otro sentido de la verdad, que es relativo al ya señalado, es aquel en el que sentimos, experimentamos, la equivalencia entre el mundo del filme y el propio, verdad realista y, por qué no decirlo, documental, atendiendo a todos los esfuerzos retóricos de objetividad escénica y de comportamiento del registro.

Detrás de Faron sentado en la butaca de un tren que avanza, en el exterior que la ventanilla descubre, o en el fondo del andén que él recorre una vez que desciende de su vagón, está la verdad: los marginados, el lumpen sin protección que arroja piedras a los que pasan, los inmigrantes encerrados en jaulas por el ejército o la policía militar, acorralados por perros, todos ellos ‘los otros’, que gritan insultos o que se lamentan en lenguas lejanas, incomprensibles, que parecen esos idiomas del Este como hablas indeseables para la Europa comunitaria de los Noventa tras la caída del bloque oriental, o, sumando la imagen de la jaula a la dignidad grisácea, veterana de los enjaulados, unos inmigrantes viejos que lloriquean o reclaman en algo que suena una lengua eslava o yiddish, constituyen reminiscencias audiovisuales de Alemania o Polonia en 1942.

Lo de atrás es el caos del desalojo de los extranjeros indeseables que realiza el Estado Británico, un fondo que podemos ver verazmente mientras no perdemos de vista los movimientos de Faron en virtud de los plano-secuencia con dolly o steady cam. Tal caos consiste como primer plano sonoro directo de ruidos y voces, de explosiones de bombas, de disparos de metralletas, de lanzacohetes rocket, de artillería de blindados y aviones de guerra, en la larga escena final, del asalto del ejército y de los guerrilleros pro-defensa de los inmigrantes al campo de concentración sublevado. En esas circunstancias mientras no hay una razón profunda para suspender las hostilidades, mientras no hay un motivo conciliador todo es ruido, ruido de aniquilación creciente enfatizado por el diseño y la mezcla sonora, todas las lenguas del mundo que reclaman, que gritan consignas, que ruegan o se lamentan, en ese mundo-ghetto en guerra, constituyen ruido.

La verdad, como posibilidad de segundo plano, y como posibilidad sonora, se hace nítida cuando irrumpe el llanto de la guagua, de la niña en el edificio en ruinas, asediado por militares y guerrilleros, llanto que, irónicamente, desconcierta a los combatientes y a los civiles acostumbrados al fuego, y que suspende provisionalmente el combate. Demora en imponerse la voz de la niña al sonido de la destrucción, demora en hacerse la pausa porque todos habían olvidado cómo sonaba el llanto de un niño, y porque la idea consecuente del fin del apocalipsis es indigerible.

Estrujemos aún más la noción de la “verdad en el fondo” de Žižek. Especialmente en aquellos aspectos propios de Cuarón, puestos por él, o sea, que no estaban en la novela de referencia. Por ejemplo, la música de los Sesenta que atrae los eslóganes sonoros y visuales de las utopías de fines de esa década y que consisten dramáticamente en el personaje de Jasper, o la conversión del primo de Faron, Protector de Gran Bretaña, Xan Lypyatt de la novela, en el Ministro de Cultura en la película.

Cuarón debilita doblemente al personaje porque en el filme lo reduce a la escena en que el protagonista en un almuerzo de primos le solicita al otro el favor del salvoconducto, pero especialmente porque convierte al autócrata en un secretario de estado dedicado a rescatar lo inútil, el gran arte del mundo, los clásicos occidentales. Lo que en la historia moderna británica ha sido una política colonial de saqueo que ha provisto a sus museos de tesoros en esta ocasión es una cruzada de conservación.

Siempre en los segundos planos, en el fondo sobre el que figura el primo ministro que acoge con un abrazo a Faron, el burócrata fracasado destinado a mesías, o ambos personajes y el hijo del secretario de estado, sentados a la mesa, almorzando, el director instala famosas obras de gran formato del arte europeo, como el David de Miguel Ángel y el Guernica de Picasso. Un breve diálogo en el que Theo pregunta al otro el sentido de salvar esas obras para una humanidad que desaparece hace literal la ya señalada función ontológica controversial del arte en tiempos de imposibilidad de la reproducción humana.

Como materiales ideológicos de fondo, al servicio de la formulación de una conjetura, expuesta al sesgo, sobre la inercia existencial de la modernidad o del capitalismo actual, los motivos de los inmigrantes, del patrimonio artístico, de las lenguas, se unifican en torno a la noción de diversidad, del ser como diverso, diversidad del sentido y de las formas de la cultura, de la virtualidad de lo existente como posibilidad.

Atrás o dentro de la anécdota futurista, de ciencia ficción, apocalíptica, de la pandemia de infertilidad humana está esa ‘verdad’, según interpretamos a Žižek, que es la de la atrofia de Occidente para el sentido de lo diverso.

Al respecto, en la misma entrevista el filósofo señala que “la infertilidad misma es la propia falta de experiencia histórica polisémica” y “que sería en relación con ello que importaría en el filme ese punto sobre los clásicos del arte”.

La prioridad sonora en la formulación de ese planteamiento ontológico en la versión cinematográfica de Children of Men, por el estatuto abstracto, sugestivo de lo sonoro mismo, nos hace pensar que esa especie de “verdad del film” de la que habla Žižek, es una verdad a la distancia, nunca plenamente remontable, verdad afín a la noción heideggereana de des-ocultamiento.

 

 
Como citar:
Corro, P. (2010). Sobre Children of Men, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-12-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/sobre-children-of-men/405