Formulación
1) Una intuición: nuestra vida cotidiana se halla cada vez más poblada de rostros que nos miran desde múltiples pantallas, imágenes que nos interpelan de forma directa.
2) Una posible consecuencia: nuestra relación con el mundo se vehicula cada día más a través de imágenes interactivas, que reclaman nuestra intervención en un debate que parte del arte para abrirse a lo social.
3) Algunos síntomas recientes:
- Ari Folman nos mira desde las ruinas del conflicto palestino-israelí bajo el manto del cine de animación en Vals Im Bashir (2008).
- Avi Mograbi nos pregunta acerca del valor moral de su trabajo en Z32 (2008).
- Joan Chen se erige en testimonio de la historia china a partir de las tensiones entre documental y ficción en 24 City (2008) de Jia Zhang-ke
- Jean-Claude Van Damme nos entrega su mirada abatida de ángel caído en la sorprendente JCVD (2008) de Mabrouk El Mechri
- Tina Fey captura de forma privilegiada nuestra incredulidad ante la política-ficción global en su parodia de Sarah Palin en el show norteamericano Saturday Night Live.
¿Es posible que estas imágenes dialoguen entre sí? ¿Nos dicen algo acerca de nuestra manera de interactuar con la realidad que nos rodea?
Presentación
La imagen del personaje que mira directamente a cámara no es algo nuevo. Las podemos encontrar desperdigadas de forma numerosa por toda la historia del documental (desde la fundacional Nanook of the North, Robert J. Flaherty, 1922) y cabe reconocer que, en el marco de la modernidad, las miradas furtivas a cámara se convirtieron en parte de una suerte de manifiesto estético (pienso en gente como Jean-Luc Godard o Chris Marker). Además, en el marco del audiovisual mediático, sobre todo si nos referimos a la televisión, la figura del “busto parlante” se ha convertido en una forma canónica que hallamos en informativos, concursos, programas de variedades… Y sin embargo, a pesar de todos esos referentes históricos, resulta imposible no sorprenderse ante la proliferación de miradas que parecen observarnos des del otro lado de la pantalla. Miradas procedentes del ciber-espacio (en nuestros diálogos a través de video-chats o en muchos video-mensajes de youtube), otras que circulan por la ficción televisiva (siendo la magnífica The Office, tanto en su versión británica como americana, el primer referente, seguido de Flight of the Conchords) y muchas más que se filtran por todos los recovecos del cine contemporáneo.
En este (nuevo) contexto, resulta inevitable cuestionarse de qué modo esta proliferación de testimonios audiovisuales (que nos miran, nos interpelan) puede modificar la relación que establecemos entre los conceptos de “imagen”, “realidad” e “Historia”. Más aún, cuando muchos de los testimonios a cámara del audiovisual reciente plantean interesantes variaciones en la representación de lo real: los ejemplos irían de los soldados de Redacted (2007) de Brian De Palma, inmersos en el caos moral y mediático del actual conflicto de Irak, a los viejos campesinos de La vie moderne (2008) de Raymond Depardon, que encarnan una forma de vida en extinción, pasando por las diferentes encarnaciones de Bob Dylan en I’m Not There (2007) de Todd Haynes, donde las miradas de los diferentes personajes parecen exorcizar las diferentes aristas del mito del artista. Todos estos rostros, retratados frontalmente, expresan realidades cruzadas: el eco del pasado sobre el presente, la integración de herramientas documentales en la ficción (aunque en realidad ya no importe si nos referimos a una cosa o la otra) y finalmente, la llamada a la acción del espectador, que ya no puede acomodarse en los patrones narrativos del canon clásico.
Historia
Des del ámbito del análisis cinematográfico, la reflexión sobre la capacidad del cine para testimoniar la Historia se ha centrado, principalmente, en el debate en torno al registro del horror. Se trata, en el fondo, de una cuestión de orden moral cuyo epicentro se ha establecido en la representación fílmica del terror nazi durante la segunda guerra mundial. Una discusión convertida en diálogo entre dos posturas enfrentadas. Por un lado, tenemos a Jean-Luc Godard, que en las Histoire(s) du cinéma (1988-1998) estableció la idea de que el cine faltó a su compromiso con la Historia al no saber capturar una imagen de los campos de concentración. Y por el otro lado, está Claude Lanzmann, que a partir de su monumental trabajo en Shoah (1985) dictaminó que no era lícito abordar la Historia a partir de las imágenes de archivo. Lanzmann elaboró su obra magna, de más de nueve horas, siguiendo tales principios y explorando el genocidio nazi a partir, únicamente, de los testimonios de los supervivientes.
Ante este panorama teórico, parece lícito cuestionarse: ¿hasta qué punto son validos en la actualidad dichos paradigmas? ¿Es posible seguir pensando en una cierta “pureza del registro” cuando el cine parece dirigirse hacia la impureza, la síntesis, el compendio y la intertextualidad? En una época en la que lo real se ha convertido en el banco de pruebas de las alteraciones de la imagen (digital, informática, ficticia, simulada), la búsqueda parece dirigirse hacia otra parte. ¿Pero hacia dónde miran los directores dispuestos a otear las heridas de la historia? Veremos que, en gran medida, se miran a sí mismos, y que además, optan por mirarnos cara a cara desde esa imagen contemporánea que se ha vuelto inevitablemente opaca y autorreflexiva. Para revisar estas tendencias, he decidido trazar tres caminos posibles para comprender el modo en que el cine dialoga con la realidad y la Historia: los “exorcismos”, los “espejismos” y las “interpretaciones”. Tres senderos que, por otra parte, no deben verse como una clasificación cerrada, sino más bien como territorios limítrofes que, como la realidad y la ficción, se benefician de los intercambios y las promiscuidades.
Exorcismos
Si, por un lado, la representación del holocausto nazi fijó algunos de los límites del cine a la hora de fijar su condición de archivo audiovisual de la Historia, podría decirse que el conflicto palestino-israelí se he erigido en barómetro de las posibilidades de la imagen contemporánea. ¿Pero hacia dónde apuntan dichas experiencias? En primer lugar, hacia una forma de expresión cinematográfica intensamente subjetiva, sustentada en el discurso en primera persona, en la exploración de la memoria personal y en la exposición del yo fílmico (el del autor). Bajo estas coordenadas cabe situar dos de los filmes más valientes, desgarrados y sobrecogedores (por su inventiva formal) del cine reciente. Primero, Z32 de Avi Mograbi, donde el documentalista israelí se aproxima a la figura de un joven ex-soldado del ejército de Israel marcado por el recuerdo de su participación en una “operación de venganza” en la que fueron asesinados dos policías palestinos. De la mecánica del filme, cabe destacar el modo en que Mograbi decide respetar el anonimato del antiguo militar ocultando su rostro tras varias máscaras introducidas digitalmente en la posproducción, que a pesar de “neutralizar” las facciones del protagonista mantienen intactos los ojos y la boca, respetando así la noción de identidad asociada a la imagen. Al mismo tiempo, y como es habitual en el cine del israelí, el ejercicio autoreflexivo del filme se desencadena en los testimonios del propio director. Encerrado en su casa, Mograbi aborda a través de varios “momentos musicales” (canciones que canta junto a su hijo y una pequeña orquesta situada en su comedor) las dudas que le asaltan durante el proceso de realización de la película. ¿Es posible empatizar con el soldado, cuando este no parece enteramente dispuesto a asumir su culpa? ¿Qué distancia debe tomar el cineasta respecto al sujeto de su estudio? ¿Es posible hablar del horror sin caer en el morbo?
A la postre, Z32, una película llena de miradas a cámara en las que late el dolor, la incredulidad y la duda, documenta el pulso que se establece entre la obstinación del director por registrar el presente y la fragilidad de la propia empresa fílmica, un work in progress sembrado de incógnitas, una fábula moral al borde de la crisis. Para complicar aun más este exorcismo de la memoria, Mogravi decide trabajar sobre un delicado equilibrio tragicómico, empeñado en retratar lo que Jean-Louis Comolli ha definido como “ese otro que se puede y no se puede a la vez odiar y filmar”: el Ariel Sharon de How I Learned to Overcome My Fear and Love Arik Sharon (1997), la memoria del pueblo judío en Avenge But One of My Two Eyes (2005), el pequeño soldado de Z32 y también, como no, el propio cineasta. Capaz de sobrellevar la vigilancia permanente de su propio sentido del rigor moral, el cine de Avi Mograbi ha hecho de su sola existencia toda una prueba de vida.
Por su parte, el también israelí Ari Folman realiza en Vals Im Bashir una operación algo similar a la de Mograbi: un exorcismo de la memoria mediante la apelación a la esfera del inconsciente. Mientras el primero, más cerebral, apela al ímpetu armonioso de los compases musicales (Z32 podría considerarse un “documental musical”), Folman se sumerge en las heridas del conflicto palestino-israelí a través del dibujo animado, una herramienta que aquí se demuestra como un vehículo legítimo y útil para el cine de lo real. Tomando como punto de referencia la masacre cometida por el ejército Israelí (entonces encabezado por Ariel Sharon) en los campos de refugiados de Sabra y Shatila en 1982, la película se estructura como un viaje de dos direcciones a través de la memoria. Por una parte, se presentan los esfuerzos del director por derribar la amnesia que nubla sus recuerdos, mientras, de forma paralela, se evoca de forma onírica y estilizada el horror de la guerra. Y es ahí donde el filme alcanza sus mayores logros, en la valiente y despojada mezcla de estrategias. Por un lado, la exploración de la memoria mediante la palabra (las entrevistas, los testimonios, el recuerdo de Shoah de Lanzmann) y por el otro, la representación plástica de la memoria traumatizada. Dos extremos conceptuales que se tocan de forma enigmática gracias a la técnica animada del rotoscopiado -que hizo popular Richard Linklater en películas como Waking Life (2001) o A Scanner Darkly (2006). Y es que como decía Bazin a propósito de la torsión del mito de Charlot en Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947): “Existen en geometría teoremas que no prueban toda su verdad hasta que no se puede demostrar también el teorema contrario. Era preciso Monsieur Verdoux para completar y rematar la obra de Chaplin” (1966, p. 364). Aquí podríamos decir, con algo de temeridad, que era necesaria Vals Im Bashir para rematar la obra de Claude Lanzmann.
Espejismos
En un artículo titulado, Historia portátil del cine digital publicado en la revista Cahiers du cinéma España en enero de 2008, Cyril Neyrat proponía una cronología de la técnica, la plástica y la teoría asociada al cine digital. Lo interesante es que el crítico francés no se limitaba de una forma estricta a la práctica digital, sino que rebuscaba en el trabajo fílmico (con película) ciertas esencias de lo digital. Así es como llegaba a la película Numéro zéro (1971) de Jean Eustache: “1971. Sentado ante su abuela, Jean Eustache le pide que cuente su vida, la filma en plano fijo y graba sus palabras. Eustache no utilizó nunca el video, pero Numéro Zéro puede verse hoy como el conmovedor ancestro de una tendencia apremiante del documental digital: home-movie, archivo domestico obsesionado por la desaparición” (Neyrat, 2008). Gran hallazgo el de Neyrat. Numéro zéro, una película de dos horas de duración filmada en 16mm sobre una mujer mayor que cuenta su vida, no sólo profetiza una práctica que culminaría con el digital, sino que pone sobre la mesa una de las dialécticas esenciales de la relación del cine con la H/historia: su capacidad para convertir, como si de alquimia se tratara, lo íntimo en público, lo privado en histórico, la historia en Historia. Ya lo dejó bien claro Jean-Marie Straub cuando se refirió a Numéro zéro como “un gran filme sobre la historia de Francia”.
Hablamos entonces de un “arte confesional”, como decía Jonathan Rosenbaum sobre La maman et la putain (1973), también de Eustache. Un tipo de arte que, como ya apuntó Neyrat, explosionó con fuerza a partir del cambio de siglo, gracias a la posibilidad de trabajar con equipos ligeros y sistemas de montaje sencillos. Cine confesional, íntimo, frontal y, a veces, también algo narcisista, como en Tarnation (2003), donde Jonathan Caouette ponía en escena sus traumas personales, ligados principalmente a su conflictiva relación con su madre. Aquí, lo íntimo no se engarzaba en un proceso histórico, pero sí mitológico, al devenir una suerte de actualización pop, incluso teen, del mito edípico. Siguiendo el rastro expresivo dejado por Caouette, podemos encontrar numerosos filmes sucedáneos, centrados en el exhibicionismo o en lo mórbido-familiar, de Capturing the Friedmans (Andrew Jarecki, 2003) a Super Size Me (Morgan Spurlock, 2004).
Sin embargo, el signo de la Historia vuelve a surgir cuando observamos una de las grandes películas de 2007, He Fengming, del cineasta chino Wang Bing, documental en el que la mujer que da título al film, ya una anciana, relata el seguido de penurias que vivió desde mediados de la década de los cincuenta hasta finales de los setenta al ser considerada una “derechista” por el régimen comunista chino. La película, que supera las tres horas de duración, se expande mediante largos planos fijos en los que He relata minuciosamente las atrocidades que tuvo que sufrir en los campos de trabajo chinos. Lo asombroso aquí es el modo en que la protagonista aborda el pasado haciendo hincapié tanto en los grandes movimientos sociales y políticos como en los detalles más microscópicos de su odisea personal. En el relato de He se enmarca la historia, filtrada por el recuerdo, y Wang, en un trabajo austero y materialista, convierte cada una de las palabras de esta gran mujer en pinceladas de una gran fresco histórico.
Resiguiendo esta historia de confesiones, encontramos finalmente dos de las mejores películas de 2008. Por una parte, 24 City de Jia Zhang-ke, donde el mejor cineasta chino de las últimas décadas revisa el pasado industrial de su nación (y su actual disolución) a partir de seis testimonios, recitados por tres hombres y tres mujeres. El golpe maestro de la operación responde al hecho de que los tres hombres relatan sus verdaderas historias (de trabajo y resistencia), mientras las tres mujeres son actrices que interpretan textos elaborados a partir de la combinación de otros tantos testimonios reales. En la película se refleja pasado y presente, el mundo masculino y el femenino, la realidad y la ficción… formando un juego de espejos del que vuelve a surgir con fuerza la idea de una historia colectiva. En el punto más álgido del filme, encontramos a Joan Chen (The Last Emperor, Bernardo Bertolucci, 1987), que interpreta a Gu Minhua (“Pequeña flor”), personaje que rememora sus días como trabajadora en la “Factoría 240” y a quién, según nos cuenta, de joven solían celebrar su parecido con Joan Chen, la actriz. El trabajo artesanal/industrial frente al interpretativo, el trabajo y el arte sublimados en un rostro femenino bañado en lágrimas.
Y luego está JCVD de Mabrouk El Mechri, película protagonizada por un abatido Jean-Claude Van Damme, que interpreta una versión ficcionada de sí mismo y que se ve acorralado en un peligroso atraco a un banco en su Bélgica natal. En el cénit expresivo de la película, Van Damme es arrancado de cuajo, mediante una grúa y un travelling vertical, de la acción del filme (al más puro estilo Kiarostami) y es abocado a la crónica verídica de su auge al panteón de la fama hollywoodense y su caída a los infiernos de la droga. La confesión, un prodigio interpretativo de altos vuelos, se produce en el marco de un plano fijo y frontal de siete minutos. Estamos aquí ante un exorcismo personal que trasciende lo íntimo para alcanzar una forma mítica de resurrección (mucho más virtuosa y genuina que la de Mickey Rourke en The Wrestler (Darren Aronofsky, 2008), por cierto). Con toda justicia, puede decirse que Van Damme consiguen fusionar, en su melancólica confesión mirando a cámara el plano y contraplano finales de City Lights (Charles Chaplin, 1931): las incipientes arrugas de Chaplin, el icono sometido al paso del tiempo (en el plano), y las lágrimas de la chica (en el contraplano).
Interpretaciones
Corría 1975, cuando Lorne Michaels, creador del mítico Saturday Night Live, encargó al cómico Chevy Chase la confección de una parodia del presidente Gerald Ford para su programa de sketches en directo. En su primera aparición caracterizado como Ford, Chase se vio embargado por una ola de inseguridad y nerviosismo al no escuchar risas entre el público. Fue entonces cuando Chase, un cómico de gran instinto, decidió estornudar sobre su corbata. Como ha explicado Michaels en más de una ocasión, en aquel momento sintió algo de pánico al pensar que quizás habían traspasado algún límite no escrito al reírse de ese modo del presidente norteamericano. Sin embargo, al descubrir que el gag había funcionado, descubrió que no había límites. Se ponía así la primera piedra de una larga historia de sátira política plagada de irreverentes testimonios presidenciales. Durante más de un cuarto de siglo, el Saturday Night Live ha alimentado un imaginario paralelo de presidentes torpes, inútiles o entrañables: Phil Hartman como Ronald Reagan, Dana Carvey como el presidente Bush padre, Darrell Hammond como Bill Clinton y, quizás el más logrado de todos, Will Ferrell como George Bush Jr.
De esta tradición beben, a su manera, dos de los programas televisivos más interesantes de la televisión en España: Polonia, el programa de sátira política de TV3 (la televisión catalana) y Muchachada Nui, espacio que ha revolucionado el humor español a partir de un sofisticado equilibrio entre el absurdo, la factura home-movie, la nostalgia por los ‘80 y la parodia mediática. En su espacio Celebrities es posible encontrar algunas antológicas parodias políticas (en particular la del antiguo presidente de Naciones Unidas: Koffi Annan).
Cabe destacar también que la larga tradición de sátira política del Saturday Night Live encontró su lugar definitivo en la esfera mediática global gracias a la brillante parodia de Sarah Palin perpetrada por Tina Fey (antigua guionista del SNL y creadora de la serie 30 Rock). Una parodia enmarcada en la campaña electoral por la presidencia norteamericana de 2008. Que, para muchos, la figura de la conservadora Palin se halle directamente asociada a la parodia de Fey (“¡Puedo ver Rusia desde mi casa!”), habla a las claras de cómo el testimonio (en esta ocasión bajo el sello satírico) puede trascender la idea del registro e interpelar a la realidad a través del simulacro. Estamos muy lejos del debate Godard/Lanzmann, quizás en el otro extremo. Aquí no se trata de capturar una imagen sobre la Historia, se trata de fabricarla, esculpirla mediante la fuerza de la sátira como forma de agitación (progresista, claro). Estamos, en el fondo, ante una nueva forma de archivo audiovisual histórico.
Bibliografía
Bazin, A. (1966). El mito de M. Verdoux. En ¿Qué es el cine?. Madrid: Rialp.
Neyrat, C. (2008). Historia portátil del cine digital. Cahiers du cinéma España, (8), 74-84.
Yáñez, M. (2009). Testimonios, confesiones, archivos, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/testimonios-confesiones-archivos/356