Introducción
Cuando Marx formuló la idea de la “determinación en última instancia” (de que el proceso histórico, en última instancia, es determinado por la infraestructura económica de las sociedades), se encontró durante largos años en el penoso trance de tener que dedicar una parte considerable de su epistolario para explicarles a sus lectores los matices de esta formulación revolucionaria: la determinación es dialéctica y no mecanicista; de ningún modo se intenta decir que la estructura conformada por el derecho, la ciencia, la filosofía y la religión no incidan a su vez sobre la base material; etc. El caso es que esta formulación originaria, que forma parte de las heridas narcisistas inferidas al sujeto moderno, tal vez no hubiera cumplido su función en la historia de las ideas si hubiese sido formulada desde un comienzo con todos sus matices y en el tono hesitativo que los matices siempre conllevan. Tal vez fue preciso formularla, en un comienzo, de una manera panfletaria y brutal, como un manifiesto. Porque hay ciertas ideas, ciertas interpretaciones de la realidad, que no serían siquiera pensables para un determinado tiempo histórico si no fueran formuladas de una manera violenta y hasta esquemática, con sus bordes rectos y filosos. Son como “gritos de batalla”, que sólo se comprenden como tales en el marco de cuidadosas reconstrucciones históricas, cuando se evita el impulso pueril de colocar todos los productos del pensar en una especie de eterno presente.
Los debates por la memoria en Argentina también conocen estos gritos de batalla. El tránsito de la memoria testimonial (la de los testigos directos de los acontecimientos) a la llamada memoria cultural (o colectiva, como quería Hallbwachs) no es sencillo, e incluso está cuestionado como tal en su misma posibilidad. Lo que perviva de manera más o menos hegemónica, más o menos beligerante, como interpretaciones del pasado trágico más reciente, cuando ya no quede vivo ningún sobreviviente, es una incógnita por cuya configuración de sentido se debaten hoy diversas miradas. Cabe preguntarse, entonces, por el horizonte de intervención de algunas de esas miradas; en este caso, de miradas que provienen de uno de los campos culturales que ha experimentado la más notable actividad en los últimos años en nuestro país. Nos referimos al cine, más específicamente al cine documental, y, en particular, a uno de los últimos trabajos de un documentalista cordobés que pertenece –como víctima directa– a la generación de los hijos de desaparecidos por la última dictadura militar. Se trata de La sensibilidad (2011), de Germán Scelso.
Gritos de batalla
Uno de los últimos gritos de batalla producido en el seno de los debates por la memoria, es el que ha recibido el nombre de “giro subjetivo”. Dentro del cine documental, las referencias más aludidas de tal giro son los films Papá Iván (2000), de María Inés Roqué, Los Rubios (2003), de Albertina Carri, y M (2007), de Nicolás Prividera. Estas son las primeras películas hechas por esos hijos que han encontrado cierta dificultad o cierto reparo tanto para retomar el legado político de la generación de sus padres, como para demarcar claramente un ámbito privado de duelo personal de un ámbito público de militancia y reclamo social. Son las miradas expuestas que aparecieron para controvertir los testimonios generacionales de los setenta desde un lugar de irreverencia, tomando las formas de la incomprensión, la indiferencia o la indignación. Son las miradas que el propio Scelso reconoce como antecedentes.
Tal vez sea posible, y deseable, encontrar para este “giro subjetivo” un lugar apropiado entre valoraciones extremas. Una podría conducirnos a pensar que esa subjetividad exacerbada en estas nuevas miradas disruptivas vendría a encarnar algún modo de abandono del intento siempre provisorio de comprender la historia, alguna especie de egocentrismo antipolítico, de moral del antihéroe o de simple narcisismo del fracaso. Otra podría concebir que esa subjetividad exacerbada en realidad porta la honesta incomprensión de un presente que reclama nuevas interpretaciones históricas del pasado, elaboradas en lo posible a cierta distancia de las prácticas autocelebratorias que suelen obstruir el camino de una reflexión profunda sobre el sentido de la lucha revolucionaria y la violencia política.
Lo cierto es que este giro es eso, un giro; necesario para este presente, así como fue necesario un giro político en la segunda mitad de los noventa o un giro judicial en la primera mitad de los ochenta. En efecto, esos también fueron gritos de batalla, y aparecieron representados en imágenes que hoy estudiamos como documentos de época. En los ochenta, apenas recobrada la institucionalidad democrática, era necesario establecer los hechos, los crímenes y sus responsables, las víctimas; tal vez para esto último era necesario desligar a las víctimas de sus compromisos con la violencia revolucionaria, y eso hizo que documentales como La república perdida (Miguel Pérez, 1983-86), por ejemplo, rozaran peligrosamente la teoría de los dos demonios esbozada en el primer prólogo del Nunca Más. En los noventa, luego de las leyes de impunidad y de los indultos menemistas, era necesario abandonar, de una vez por todas, la teoría de los dos demonios, y reivindicar el contenido político de las vidas de los desaparecidos, así como el contenido político de la represión ilegal perpetrada por el terrorismo de Estado; esto hizo que documentales como Cazadores de utopías (David Blaustein, 1995), por ejemplo, celebraran la lucha revolucionaria sin plantear mayores problemas en torno a la violencia política. Desde comienzos del dos mil, y en medio de un agitado clima de debacle social y política, algunos hijos de desaparecidos comenzaron a filmar sus propias versiones de la historia, a distancia de cualquier totalización institucional o política, y con una mirada crítica hacia el legado de sus padres.
En un texto escrito en la fase final de producción de La sensibilidad, llamado Duelo en video, dice Germán Scelso:
Los primeros que pusieron en la escena pública la idea de hijo de desaparecido fueron los que en la primera mitad de los años 90, en un campamento cordobés, se organizaron y crearon lo que sería hasta el día de hoy H.I.J.O.S. La evidente mímesis con la estética y el discurso de los padres, sellaba el abismo que los separaba y creaba una fuerza identitaria poderosa que renovó energías en las organizaciones de derechos humanos. Recién cumplidos los veinte años, los hijos de desaparecidos organizados, encontraron en el reclamo social el lugar que la opinión pública y la oficialidad de la historia les había vedado. A medida que fueron teniendo presencia en la escena política, se convertían en un icono, y todos aquellos que no respondían a las características específicas de este icono, no participaban del proceso de unión generacional que lograban los H.I.J.O.S. Gracias a esta tensión entre unos y otros, gracias a la exuberancia de identidad que unos consiguieron, pudo nacer en el resto la necesidad de expresarse de otra manera. 1Germán Scelso, Duelo en video, publicado en 2011 en Blogs&docs, revista online dedicada a la no ficción
En efecto, hay una tensión al interior de la generación de los hijos que es el resultado del modo diferencial en el que se tramita la tensión con la generación de los padres. En este sentido, el “giro subjetivo” remite a una problemática sobre el acople entre lo personal y lo histórico, en la que las experiencias de estos hijos –que viven historias sin grandes horizontes abiertos por las grandes palabras que articulaban los grandes relatos revolucionarios– se ven abrumadas por el legado de una juventud eternizada por su propia interrupción, que habitó esa Historia que indeteniblemente marchaba con el horizonte abierto de “la revolución a la vuelta de la esquina”. Un legado que no pueden –o no quieren– heredar más que con cierto recelo.
No es sólo el cuerpo desaparecido el que crea un abismo entre generación y generación, entre padres e hijos, sino también el movimiento revolucionario desaparecido, la pretendida revolución.
Precisamente aquello que fue lo que los padres antepusieron frente a sus hijos en medio del peligro de la guerra, es lo que no puede reintegrarse en el presente y abre un vacío, un sinsentido peor que la ausencia del cuerpo. Este sinsentido deja una herida abierta y la búsqueda de un duelo se vuelve algo interminable.
Ocurre así con casi todos los últimos documentales de los hijos: hay una tensión entre la voz de una individualidad que legítimamente pretende aparecer como tal, al tiempo que, desde los espacios para la memoria, los organismos de derechos humanos que los sostienen y las políticas oficiales que colaboran con esta tarea, se intenta inscribir estas experiencias individuales en el marco de una reflexión social sobre la tragedia colectiva.
Scelso piensa que “las otras películas, las que informan”, ya están hechas (incluso por hijos de desaparecidos). Por eso piensa que puede montarse sobre esa necesaria complementariedad para hacer algo distinto. No porque piense que esto distinto tenga mayor valor, sino porque piensa que, gracias a lo que ya se hizo y a lo que ya se estableció, se puede empezar a buscar otra cosa.
Así y todo, la revolución fracasada, sus pasiones y su pensamiento de acción, no han sido analizados en profundidad por ningún video dirigido por hijos de desaparecidos; y tal vez, sea precisamente allí donde un duelo es posible.
¿Quién hará este video que reclama Scelso? ¿Será un solo video o será una constelación de miradas? ¿Es que acaso no están ya produciendo esta constelación las miradas de Roqué, Carri, Prividera y el propio Scelso? ¿Quiso hacer este video Scelso con La sensibilidad, o quiso sumar su mirada a esta constelación? No tendremos por mucho tiempo, quizá, las respuestas para las primeras preguntas. Pero sí tenemos algunas ideas sobre lo que Scelso hizo y quiso hacer, y sobre su posible lugar en esta posible constelación.
Crítica de la sensibilidad impura
Para los antiguos poetas trágicos, la sensibilidad es una forma de respuesta ética ante situaciones que no ofrecen salidas no dolorosas. El coro de Agamenón no le reprocha al terrible rey micénico el haber elegido sacrificar a su hija para poder zarpar a destruir Troya, sino el no sentir en ese momento trágico la pasión adecuada. Para los poetas malditos del siglo diecinueve, la sensibilidad es la desesperación o la constatación decadente de lo que desnuda la verdadera miseria humana: ante lo insoportable, la cabeza entiende pero el corazón no explota, lo más insoportable es que nada es insoportable.
¿Qué siente usted cuando ve, recuerda, escucha o lee esto o aquello? ¿Verdaderamente lo siente o está actuando? Dando cuerpo a estas preguntas, un enfant terrible puede hacer estragos en cualquier cenáculo, desenmascarando embaucadores, practicando una desfachatada puesta en jaque del esnobismo como actitud medrosa y filistea ante la cultura –o, mejor, ante ciertos asuntos graves que, en ocasiones, pasan a formar parte de la cultura.
En La sensibilidad, Germán Scelso no ingresa en una tertulia cultural para desenmascarar embaucadores, sino que ingresa en el delicado terreno de la memoria de la última dictadura militar argentina para proponer una investigación autobiográfica sobre los límites, alcances y condiciones de posibilidad de la sensibilidad como respuesta ética ante la tragedia: una crítica de la sensibilidad impura.
Las dos abuelas del documentalista, María Luisa Pando y Laura Espíndola, son las protagonistas de este recorrido. La primera, una representante de la aristocracia cordobesa, es la madre de Jorge Scelso, militante del PRT-ERP detenido en septiembre de 1976 y asesinado en un centro clandestino perteneciente al Primer Cuerpo del Ejército, en Buenos Aires. La segunda, una representante de la clase trabajadora promovida a clase media por el primer peronismo, es la madre de Sara Pesci, compañera de Scelso y madre de sus dos hijos, que fue también detenida en septiembre de 1976 y estuvo desaparecida durante seis meses hasta que recobró su libertad.
La película está filmada casi en su totalidad en color, pero el encuentro entre las dos abuelas está filmado en blanco y negro. Las dos están mirando fotos viejas, de una y otra familia, y su encuentro es como una foto vieja imposible que parece obedecer más a la lógica de los sueños que a la de la vigilia. El director despliega aquí sus mejores virtudes de retratista, tanto en las imágenes “más naturales” como en los momentos en que les pide a sus dos protagonistas “que actúen un poco”: cuando María Luisa Pando lee su diario sin reconocer la forma de su propia memoria, cuando Laura Espíndola llora porque, dice, siempre llora.
También son notables las tomas realizadas en Salta durante la procesión de la Virgen y el Señor de los Milagros, a la que cada año asiste la abuela Laura para agradecer que su hija Sara sobreviviera milagrosamente a la maquinaria desaparecedora. Aquí la cámara se detiene particularmente en los rostros aindiados y en los juegos inocentes de los jóvenes, casi niños, que integran las fuerzas de seguridad salteña: esos hijos del pueblo pobre, por los que luchaban los revolucionarios de los setenta, y a los que la perversidad del sistema finalmente triunfante ha arrastrado a colocar su opción vital en el monopolio de la fuerza física, que siempre tiene como destinatario “privilegiado” al resto de esos mismos hijos del pueblo pobre.
En esto último, la película recoge una herencia que se remonta hasta los tiempos del grupo Cine Liberación, pero su enfoque predominante abreva en la tónica desencantada de fines de los noventa, y su perspectiva es postmoderna: el personaje no es el pueblo, ni la clase, ni ningún sujeto privilegiado y monolítico de una historia claramente discernible y maleable a voluntad. Los personajes son singularidades irreductibles, vidas dañadas que no articulan ninguna interpretación prefabricada, fácilmente comunicable o siquiera coherente sobre su sufrimiento. De todos modos, esta singularidad irreductible es la que la misma condición postmoderna promueve a memoria ejemplar, al favorecer el traspaso de una experiencia única y privada hacia la esfera pública. Y aquí hay un problema.
El problema tiene que ver con el carácter ejemplar que adquieren las individualidades en el marco del “giro subjetivo” de la época. No todas, es cierto. Pero estos personajes que retrata Scelso pueden adquirirlo. ¿Por qué? Porque son diferentes de la representación común que se tiene de las madres de los desaparecidos, las Madres. De hecho, podrían verse casi como la contracara de ese grupo de mujeres que la actual sensibilidad política reconoce como íconos y como ejemplo de lucha. La abuela Laura no puede explicarle a la cámara lo que es el ERP, la abuela María Luisa juega con un pañuelo blanco del mismo modo con el que juega con un revólver. Es cierto, son decisiones del director, y el director puede decirnos que no tiene ninguna intención de promover a un lugar ejemplar a estas personas dañadas y cercanas. Pero el director no podrá desconocer que, así como hay un sentido común hegemónico, que pondera como verdadero, bueno y bello lo que mayoritariamente se hace, se dice y se piensa, también hay una especie de sentido común de lo raro, que pondera como más verdadero lo más disruptivo, así como la martirología ponderaba la verdad de la creencia en proporción a la intensidad con la que era sostenida o a los sacrificios que se estaba en disposición de tributarle. Desde este sentido común de lo raro se podría pensar que estas madres que presenta Scelso, justamente por no articular con coherencia un discurso político reconocible, son más reales y casi como la verdad detrás de los discursos ya estereotipados de un ícono más de nuestra cultura.
Y esto es un problema.
A través de estas dos “madres raras” (o raramente “comunes”), la película trabaja sobre el carácter impuro de la sensibilidad desde dos perspectivas muy marcadas: una perspectiva histórica-sociológica y una perspectiva ética-cinematográfica.
La primera perspectiva nos dice que la sensibilidad de los actores de la historia (en el doble sentido de la palabra “historia”, como el conglomerado de eventos más o menos pensables, más o menos esquivos, y como aquellas significaciones con las que intentamos articular nuestras interpretaciones de lo sucedido) no es una disposición natural homogénea, sino una configuración diferencial que tiene que ver con trayectorias diversas y que hace posibles experiencias diversas. En la película de Scelso, la pertenencia de clase y los trabajos forzados que conlleva cada novela familiar son huellas que luego despliegan rituales distintos: una música, una forma de cocinar, un modo de erguirse o encorvarse, la complexión del rostro, el modo de hablar y de mirar, de llorar y de hacerse el distraído de uno mismo, de tocar –que es uno de los sentidos básicos de la sensibilidad– o rehuir el contacto.
La segunda perspectiva nos dice que la sensibilidad de los espectadores de la historia (de la historia como narración) es convocada a experimentar tal o cual pasión políticamente viable según el momento socio-histórico, mediante ciertas complejas retóricas de la imagen que –se sospecha– en ocasiones pueden aparecer veladas por el carácter ilusionista del dispositivo cinematográfico. La película opera un distanciamiento brechtiano sobre el montaje de la sensibilidad en el género documental para mostrar que la sensibilidad también es artificio y que el documental también es ficción.
Estas dos perspectivas (la histórico-sociológica y la ético-cinematográfica) juegan importantes –aunque diversas– funciones en dos de los tres antecedentes fílmicos reconocidos por el propio Scelso: Los rubios y M. En estos dos films, la perspectiva histórico-sociológica es una perspectiva que funciona como constatación de fracasos históricos: en Los rubios, como constatación un tanto cínica del fracaso de la idea de vanguardia iluminada, en el marco de un hastío y una renegación actuada respecto de esa “exuberancia de identidad” de la que habla Scelso; en M, como constatación incómoda del fracaso del anhelo de unidad obrero-estudiantil, en el marco de un reproche y un reclamo sostenido de lucidez contrafáctica (“cómo no vieron, cómo no se dieron cuenta”) ante el fracaso mayor del proyecto revolucionario del peronismo de izquierda.
En Los rubios, el foco principal de la atención documental está puesto sobre los testimonios de los antiguos vecinos del barrio popular del conurbano bonaerense donde vivió el matrimonio Carri –con sus tres hijas– hasta su secuestro y posterior desaparición. En estos testimonios, el extrañamiento de clase es la cifra que da nombre a la película y que delinea una de sus hipótesis centrales: el abismo cultural que en el presente se abre entre esa sencilla gente de barrio y los sofisticados jóvenes del equipo de filmación que acompañan a Albertina Carri, es el mismo abismo cultural que en los años setenta se abría entre esa misma sencilla gente y los sofisticados intelectuales revolucionarios como Roberto Carri y Ana María Caruso, los “rubios”. Un abismo cultural que configuraba un abismo político, que “los rubios” no supieron o no quisieron ver.
En M, en el primero de sus dos epílogos, se registra un reencuentro entre viejos “compañeros”: un matrimonio de profesionales universitarios, que trabajaba en el INTA de Castelar con la bióloga Marta Sierra (la madre desaparecida de Prividera), visita luego de muchos años la casa de un antiguo compañero de militancia que pertenecía al sector “no cualificado” de los trabajadores del instituto. Sabemos que compartieron la militancia porque, en una escena previa, la mujer del matrimonio le cuenta a Prividera que, por aquellos años, los técnicos del INTA se habían sindicalizado en el mismo gremio que agrupaba a los trabajadores sin estudios superiores (“era la unidad entre obreros y estudiantes”, dice la mujer sonriendo). Sabemos que pasaron muchos años sin verse, por una sola y amarga indicación: la dueña de casa, cuando los recibe, pronuncia con cariño una frase dura, “ustedes se habían olvidado un poco de nosotros”. Un reproche emblemático en una sociedad como la nuestra, que aspiró a crear lazos de solidaridad y alianzas profundas entre sectores sociales. Ahora el viejo anhelo sesentista de la unidad obrero-estudiantil encuentra un punto de ofuscación en el enrarecido clima que envuelve la reunión: los viejos compañeros se desconocen cuando discuten sobre la actual coyuntura política, y el reencuentro es a la vez un desencuentro de clase y un testimonio elocuente de cómo la dictadura argentina logró en gran medida su objetivo de deshacer el tejido social.
Respecto de la segunda perspectiva, la perspectiva ético-cinematográfica, hay elementos de consideración en ambos antecedentes. En M, Nicolás Prividera se pone el sobretodo de Peter Lorre y se disfraza de detective psicópata hijo de desaparecidos; pone en escena la discusión (o el monólogo) con su hermano acerca de la mayor o menor consideración que les debe a los antiguos compañeros de su madre que no quieren hablar, acerca de los mayores o menores derechos que tienen para dejar de hacerlo; su metodología y su ética recuerdan al implacable Claude Lanzmann de Shoah (1985).
En Los rubios, Albertina Carri se desdobla en torno a su propia condición de protagonista de la historia. Es una actriz la que interpreta a Albertina Carri, y la película nos muestra cómo la directora da indicaciones a la actriz que la representa para mostrar los límites de esa representación, que son los límites de la figura del hijo de desaparecido como posible ícono de nuestro cine documental, y son los límites del propio valor político de su testimonio. Carri también muestra el artificio de la sensibilidad, sobre todo cuando se hace filmar mientras filma, a su vez, a Analía Couceyro recitando sus tres deseos de cada cumpleaños: “que vuelva papá, que vuelva mamá, que vuelvan papá y mamá”. El gesto de aprobación de la directora interpretada, asintiendo al tono justo, al matiz conseguido, podría llevar a pensar en una inutilización del efecto sensible, aunque ocurre más bien lo contrario; lo pretendidamente espontáneo, se sabe, no es más real que la autoficción presentada.
Pero este desdoblamiento no deja de ser una sofisticación cultural que funciona dentro del contraste de clase remarcado por la película. Esta sofisticación cultural es patrimonio de “los rubios”. En La sensibilidad, en cambio, el contraste de clase se produce –y se muestra– en el seno de la propia familia, y el desdoblamiento teatral es solicitado a la persona supuestamente indebida, que pertenece a una clase social a la que no se le reconocen de antemano las aptitudes “naturales”, la sensibilidad, para efectuar tales sofisticados e irónicos gestos culturales. El desdoblamiento es solicitado a la abuela Laura, tanto en esta película como en el corto previo que lleva su nombre: Un pensamiento de Laura (2009).
La sensibilidad recientemente conformada en ciertos grupos sociales para aproximarse a los testimonios sobre la última dictadura militar, podría invertir el reclamo que se le hace a Antígona y decir que este joven director cordobés tiene un frío corazón para ardientes asuntos. Pero es sobre esa misma sensibilidad que trabaja Scelso, no sólo en esta película sino en toda su obra. Porque no se trata de la sensibilidad de la abuela Laura o la abuela María Luisa, sino de la sensibilidad del espectador; de un espectador al que se intenta conmover respecto del sentido común de lo políticamente correcto, de la complicidad con lo estéticamente presentable del dolor, de la descarga fácil en la representación de todo lo problemático o absurdo de la existencia.
Si hay un problema con el carácter ilusionista del dispositivo cinematográfico –con la posibilidad de brindar mecánicamente una obsequiosa y servil aquiescencia a todo lo que se ve o se oye en el plano–, ese problema es aún mayor en el cine documental, porque éste supuestamente trabaja con lo real. Y se supone que lo real (la llamada realidad extradiegética) es en última instancia incontrolable (el llanto de una persona, por ejemplo, sería algo real incontrolable). Por eso se muestra el artificio de la sensibilidad, por eso se muestra la ficción del documental. Pero el hecho de ser artificio no hace a la sensibilidad menos real, así como el hecho de ser ficción no hace al documental menos verdadero. La ironía y el humor son tal vez los modos posibles de salvar alguna verdad del pasado, salvando al pasado precisamente de su solemnidad. El distanciamiento, que choca y que parece inhumano, y la erosión de la solemnidad, vista como una linealidad sobreactuada en un marco de rupturas y malentendidos, son tal vez el modo de evitar que en la representación la tragedia se repita como farsa.
La breve risa de Scelso, sobre el final de la película, no es una burla del pasado, sino un reclamo de complicidad para este distanciamiento. Es un momento de feroz ternura, un momento de violencia pero también de reconocimiento.
El reclamo parece ser correspondido. En ese parecer, en esa discernible posibilidad que la propia distancia ha creado, el director tal vez pueda cifrar una nada desdeñable felicidad.
Svetko, F. (2014). Un frío corazón para ardientes asuntos, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/un-frio-corazon-para-ardientes-asuntos/681