La presente compilación de críticas de cine de Héctor Soto debe ser primero profanada, lo que implica ignorar de plano a sus evangelistas (Fuguet y Ramirez). Hagan eso y les aseguro que disfrutaran mucho.
Y es que difícilmente podemos gozar cuando un libro es presentado como la “Biblia”, a su autor como un “profeta”, y el cine como “milagro”. Lo más ateo que se anuncia en el prólogo; “artículo de primera necesidad”. Ok. “Artefacto” dicen después. Mejor.
Después de todo, la Biblia es un gran libro si se lee como literatura, nada más.
El libro de “don” Héctor (pronombre que justifica cariñosamente Fuguet) es un homenaje grande y oportuno. Algún mala leche replicaría; grande porque tiene 500 páginas y oportuno porque Fuguet aprovecha así de reflotar una de las críticas positivas que obtuvo Se Arrienda y Dos Hermanos.
Y sin embargo, luego de una lectura centrada en los capítulos “Ir al cine”, “Puertas adentro” y la entrevista final, me queda una impresión fuerte, como cuando uno acaba de ver la película de un auténtico héroe moral, de quien quizás en persona jamás seríamos amigos, pero que gracias al cine nos rendimos a él. Esa magia en cine se llama suspensión de la incredulidad, o identificación. En crítica, simplemente escritura.
Este libro es, por otra parte, una sistemática suspensión del discurso en favor de la consagración de lo emotivo como valor supremo del arte cinematográfico.
En cada crítica, con pocas excepciones, Soto juzga la película según la capacidad del cineasta para conmover y emocionar. No por nada el libro comienza con la siguiente epígrafe de Louis Malle, quien fue, dicho sea de paso, uno de los cineastas más odiado por Serge Daney; “ Mientras más vivo, menos confío en las ideas y más en las emociones”.
Hay, entonces, una clara afinidad y filiación de Soto por cierto linaje dramático y por una experiencia privilegiada del espectador ligada a la catarsis. Truffaut dentro, Godard fuera. Desconfianza por las “ideas en la cabeza”, por los programas políticos, por la teorización interna, por las “leseras” semióticas de Pasolini, por el video arte, la danza y todas esas artes de “sarcófago”.
Todo esto, claro, estrechamente vinculado a una noción de pueblo más bien idealizada, la sabiduría “plebeya”, como diría don Héctor. En el artículo “El Saber y la pasión”, Soto dice que es preferible la apreciación cinematográfica en manos de la gente común y corriente que en la de teóricos y entendidos; “en este campo es preferible que la soberanía vuelva al pueblo. Al pueblo que se conmueve con las imágenes, claro, no a cualquiera”. Es como un chiste de Kramer imitando a Piñera; “¡ese es mi norte!….porque el sur ya lo tengo”. O “lo más importante en la vida no es la plata…lo más importante es el Oro”. Etc. Es decir, para un crítico que comenzó vinculado a la rabiosa revista Primer Plano, que posteriormente integró la trinchera cultural de Enfoque, y que terminó dirigiendo la revista Capital, la convicción del cine por el que vale la pena pagar una entrada coincide finalmente con la idea de pueblo que ese cine quiere comprar; aquel que se conmueve, no el que piensa.
De todas formas, Héctor Soto las tiene clara, y si no las tuvo en su momento, en este libro tiene espacio para rectificar juicios apresurados y corregir omisiones sobre películas y directores, por regla norteamericanos, como la trilogía de El Padrino.
Pese a la hegemonía “clásica” y estadounidense de sus preferencias, en el capítulo “La Marcha del tiempo” Héctor Soto demuestra un gusto siempre renovado, más ecléctico y arriesgado de lo que sus “post-monografías” sobre Scorsesse, Woody Allen y Clint Eastwood harían suponer. Sorprende su incondicional apoyo a cintas como Henry retrato de un asesino, Los Excéntricos Tenembauns, e incluso Annie, de John Houston, uno de los cineastas mimados de Soto, pese a contrariar la reyerta altanera de Truffaut (“prefiero la peor película de Hawks a la mejor de Houston”). Claro, el francés no alcanzó a ver Los Muertos, a propósito de la cual Soto aprovecha de dar un sentido homenaje al maestro.
En este capítulo Soto también desconfía de la violencia lírica de Kitano y se muestra francamente molesto con la megalomanía de Angelopoulos y Sokurov, a quien acusa con El Arca Rusa de fallar en el intento de “liberar el discurso fílmico de las servidumbres de una historia, de una trama, de una estructura de narración”, aspiraciones que, según el, “tendrán que seguir esperando”.
En el capítulo “Puertas adentro”, dedicado al cine chileno, Soto parece cristalizar ciertos mecanismos o resortes críticos que en los capítulos anteriores se permite camuflar con la mirada puesta en otras latitudes. En el fuego cruzado entre críticos y cineastas nacionales siempre parece tener una pequeña ventaja el cineasta, por cuanto su “gremio” da trabajo al otro. Así, la acusación recurrente de “cineasta frustrado” al crítico (aunque, ¿no lo son muchos de los cineastas?) parece llevar a otra; no saben de lo que hablan. Nunca han estado en un rodaje, en un ensayo, en una emergencia, esperando un estreno, sacando cuentas, leyendo una crítica, etc.
Ante eso, Soto contraataca socráticamente, denunciando al cineasta que no sabe de lo que habla tampoco. Que se viste con ropa ajena. Es lo que pasa, según el, con El Desquite y Tuve un Sueño contigo (“Justiniano es tan ajeno al conservadurismo moral de los grupos tradicionales como Wood a la sociedad rural chilena de comienzos de siglo”), o con Mala Leche, Paraíso B y Los Debutantes (“La vieja fascinación de los chicos buenos por los chicos malos”), hasta el punto de defender a Promedio Rojo justamente porque su director forma parte de ese mundo de basura que su película representa, “en una cinematografía donde los realizadores se están poniendo las películas como podrían ponerse un disfraz”.
Visto así, no es difícil pensar al crítico como un misil retroalimentado, que varía su trayectoria según sus propios errores, hasta alcanzar el objetivo. Aún cuando, como en el caso de este libro, el blanco sea el crítico mismo.
Mackenna, B. (2008). Una vida crítica, laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/una-vida-critica/234