“Los únicos cineastas que han reflexionado en serio sobre la imagen documental son Dziga Vertov, Harun Farocki y Chris Marker, el resto no es más que turismo aventura”. Estas fueron las duras palabras proferidas por un notable profesor universitario ante un alumnado que, impávido, solo atinó a asentir con la cabeza y a observarlo con los ojos atentos y brillosos. La sentencia fue categórica, pero sonó más bien a diagnóstico antes que a condena. Fue una constatación y no un juicio respecto de aquellos cineastas que no se limitan solo a registrar la pretendida realidad, sino que reflexionan y dotan a la imagen de esa profundidad simbólica que distingue finalmente a un cineasta de alguien que solo hace películas. Hay quienes no crean solo nuevas imágenes, sino que crean nuevos modos de pensar el cine. Y es allí donde radica la diferencia reveladora entre quienes repiten sin pudor, y quienes nos recuerdan que en la arena de la creación no todo vale, que siempre hay un canon, una historiografía de la cual siempre hay que hacerse cargo.
De este mismo modo es que a los autores hay que entenderlos como partes de un entramado, como hebras en un tejido que se ha venido enredando con el paso del tiempo. Una película como Sin Aliento (Jean-Luc Godard, 1959) revela su sentido, si entendemos el sistema de reglas que la hizo posible. En ese punto de la historia, a medio camino del siglo veinte, al borde la nueva década, con dos guerras mundiales a cuestas y brotando por entre las comisuras de un cine francés que se había vuelto (en su mayoría) congelado e insípido. Esto a juicio de los paladares refinados y modernos de los jóvenes “Cahiers du Cinema”. Repetir hoy la estrategia de Sin Aliento, más allá de la mera cita, sería más bien como hacer sonar un disco rallado. Sería contemplar una proyección plagada de formas ilegibles, de textos anacrónicos, de ropas y gestos pasados de moda. Y el objeto película no será ya revolución, nuevo pliego y nuevas reglas, sino que meras sombras anodinas que fueron a imprimirse en un trozo de negativo. Godard, al igual que Vertov, Marker o Farocki, representan eso que llamamos el cliché, entendido este como ese original fotográfico del cual se desprenderán luego múltiples e irregulares reproducciones. ¿Por qué decimos esto?, porque hay cineastas que bajo la cáscara vanguardista no esconden más que discursos conservadores y vacuos.
Hoy los nuevos falsificadores de imágenes, digámoslo así, todos aquellos que trabajan sumergidos en la impostura de la imagen, van construyendo con mayor o menor grado de complejidad o destreza, operaciones que pretenden torcer la mirada, ampliar el horizonte cinematográfico, o lisa y llanamente satisfacer la escopofilia moderna. En ese vasto espacio de producción infinita, superpoblada de audio-visualismo, y por donde pulula todo tipo de creadores, falsificadores, superdotados y también polizontes, es menester desentrañar aquellas operaciones que pretenden erigir meras cortinas de humo. Las que tras su esqueleto formal no esconden más que meras repeticiones. Laxos discursos sin peso, sin densidad. Dicho lo cual podemos decir que ese intrincado dispositivo que gustamos de llamar fake, se ha convertido en una estrategia recurrente en el contexto audiovisual contemporáneo. La problemática de su utilización radica en el hecho de que su forma retórica no siempre es utilizada al servicio del relato, sino que muchas veces queda varada o congelada en la propia formalidad. Si hemos de separar la paja del trigo es menester hacer hincapié en lo que al fake refiere por un lado como articulación anómala de la realidad, versus la utilización indiscriminada de una configuración formal que no logra pensar más allá de sus propios límites.
Just Give Me Some Truth
El año 1997 el cineasta chileno Cristóbal Valderrama realizó un cortometraje que tituló La parte por el todo. La película, realizada en el contexto de las obligaciones académicas de una escuela de cine, daba indicios de lo que podríamos llamar un fake a la chilena. La obra de Valderrama indaga en la vida de un fallecido pintor chileno llamado Víctor Hugo Bobadilla, creador del movimiento pictórico Potencialista. Dicho movimiento (del cual Bobadilla era el único referente) contaba con un manifiesto y un postulado teórico. Esto a pesar que sus obras eran inéditas y nunca nadie quiso dar testimonio de haberlas visto en realidad. Bobadilla era un pintor cuya existencia era misteriosamente cuestionada o francamente negada por los refinados circuitos museales y la crítica del arte. Siendo víctima permanente de una suerte de colusión predeterminada a no dar crédito del nuevo artista quien, desde lo extrarradios del campo del arte, quería dar el salto hacia el oficialismo museográfico.
Las únicas imágenes que existen de Bobadilla vivo pertenecen a un video que un grupo de estudiantes de la Universidad de Santiago realizó al interior de su taller. Fue también el único registro que quedó de las pinturas del Potencialismo. Lamentablemente las imperfecciones del video amateur impiden ver con claridad las pinturas del artista. Pero gracias al registro podemos ver a Bobadilla en su espacio de trabajo, explicando su método pictórico, “voy descifrando una línea en medio de la nada, y allí voy encontrando finalmente el todo…eso”. En esta indagación sobre la obra de Bobadilla, es el crítico y teórico del arte Guillermo Machuca quien, al ser consultado por la obra Potencialista despliega un contundente argumento teórico en relación a su lógica y su discurso visual, llegando incluso a catalogar al Potencialismo como la última vanguardia artística del siglo XX. Guillermo Machuca admite desconocer a Bobadilla y no haber visto jamás una obra de esta categoría. Su interlocutor lo increpa por hablar sobre algo que nunca se ha visto, a lo que Machuca replica que “se puede hablar de algo que nunca se ha visto, así como existe una rama del pensamiento llamada Teología, que consiste en habla sobre alguien que nunca nadie ha visto, que es Dios”.
La introducción de la película es al más puro estilo de los reportajes de TV, en donde un entrevistador consulta a la gente en la calle, micrófono en mano, si alguien conoce a Bobadilla, pintor chileno, creador del Potencialismo. El dispositivo del interrogatorio callejero dota de verosimilitud a la figura del personaje, al tiempo que ironiza con la majadera estrategia televisiva que pretende dejar en evidencia la increíble ignorancia de la gente de a pie en relación a ilustres personajes o acontecimientos de la historia patria. Pero a los pocos minutos de transcurrida la película entendemos claramente que todo se trata de una mera trampa, con la salvedad que esta se hace explícita ante los ojos de los veedores y a conciencia de su realizador. Lo curioso es que estamos ante un falso documental que ironiza con la propia idea de lo falso, es decir, con la génesis misma de la operación cinematográfica. El constructo fílmico se ha retorcido, no trata ya de persuadir para hacernos penetrar en su relato, sino que por el contrario, establece una directa complicidad con el espectador, en donde se nos invita a ser parte de un juego irreal y donde se traza una línea de relación horizontal entre la obra y el contemplador. De allí en adelante La parte por el todo inicia un camino francamente delirante. La película se hunde cada vez más en la ironía y el humor negro. Del ninguneo sufrido por el artista y el cuestionamiento a su figura, pasamos a hablar de un personaje dudoso y fantasma, sin rostro, sin identidad, sin archivos familiares, sin pasado y sin sepultura. Víctor Hugo Bobadilla vive entre la vida y la muerte en el contexto fílmico, como un personaje creado a capricho de un dibujante que luego de darle vida y movimiento con un lápiz, comienza a borrarle las extremidades, la cabeza, y así hasta volver al grado cero, a la hoja en blanco. Lo realmente notable es que todo aquello acontece ante nuestra mirada sin engaño, sin ocultamiento. Ante dichos acontecimientos podríamos decir que ya no hay fake, sino que hay pura interpretación de la ficticia y cuestionable realidad del cine.
La parte por el todo nos invita a una malsana e irónica reflexión sobre el cine y sus narrativas. Víctor Hugo Bobadilla no existe y nunca existió, el Potencialismo tampoco. Sin embargo, la película establece un viaje vertical hacia las profundidades de su gramática al establecer un juego de mentirosos espejos que, por honestamente falsos, terminan por evidenciar las burdas estrategias televisivas, las pompas culturosas de la teoría dura, el perfumado y conservador comidillo de los críticos y curadores, además del fetiche cultual que el arte contemporáneo representa. Lo que Valderrama crea es un objeto notable, es una operación invertida, una excepción fuera de la regla. La parte por el todo no trata de pensarse a sí misma, sino que piensa el cine mismo, poniendo a prueba sus capas de sentido, no sin cierto grado de crueldad. El juego de imágenes y reflejos se multiplica hasta el infinito, pero sus reflejos proliferan desde la idea y no a partir de las percepciones netamente visuales. Y esto para dar cuenta de que algo singular, que el universo del arte, y por añadidura el del cine, se constituye a partir de ese humano universo de creencias que lo configura como tal y lo hace posible. De arbitrarias consideraciones que elevan a la categoría de obras maestras, de genios, de hombres ilustres a los que hay que rendirles respeto y cuidado. La película de Valderrama se erige desde las fronteras de lo real, más allá de las falsedades; pero sumergida en lo ficcional opera como un objeto iconoclasta y postizo, como prótesis inservible de un cuerpo fílmico que no fue capaz de asimilarla del todo.
La estrategia del fake dice relación con una cierta idea del mundo en donde las operaciones son más bien instrumentos de vehiculización a través de los cuales un cierto discurso se traslada del idealismo a la materia. Pero la verdadera operación falsaria muchas veces no acontece dentro de los territorios de la obra, sino que está en lo que ocurre justamente fuera de esta, y que se manifiesta en aquellos impulsos que pretenden mostrarnos realidades alteradas, henchidas de simbolismo, de mundos irreales e inexistentes. Siendo que muchas veces estamos frente a una estrategia que pone al autor por sobre la obra, en donde la reflexión final se despliega en fuerza centrífuga. La energía ya no se condensa en los límites de la película, sino que se desvía hacia los extrarradios de la misma. Es el lugar en donde el hacedor es quien gravita finalmente el sentido. Pues bien, ¿sobre qué es lo que trata entonces eso que llamamos un fake? ¿Cuál es el relato que de este se desprende? ¿Cuál es su objetivo, su motivación? ¿Es poner en cuestión lo límites de la narratividad, o es repetir la pose del enfant terrible, la del beatnik que maltrata a la prensa?
Si el arte abstracto puso en crisis a lo figurativo tanto como la discontinuidad narrativa alteró los límites del cine clásico, podemos decir que la caja china que Orson Welles entregó a Occidente con F For Fake en 1975 supuso, sin lugar a dudas, un nuevo estadio en la concepción cinematográfica moderna. Puede eso sí que de allí en adelante el fake se haya vuelto más bien un fetiche, una curiosidad en sí misma, un espectáculo de feria, un objeto curioso y cultual al que se le atribuyen consecuencias reveladoras y visionarias, las más de las veces por su gran capacidad de persuasión; aunque si bien se sirve de dichas herramientas para sostener un relato, para denunciar o hacer crisis sobre un tema determinado, sufre el riesgo latente de terminan hablando más de sus autores que de sus motivos fílmicos. El imaginativo cerebro que lo idea se posiciona en el primer plano por la mera curiosidad de su acto. Podemos decir que las estrategias del fake bien pueden responder a necesidades de establecer sentidos irónicos en torno a temas y coyunturas determinadas. Esto cuando el mero registro documental no es suficiente, o cuando la operación ficticia no logra ser enteramente verosímil a la hora de establecer las complejidades necesarias. Sin embargo la operación de Valderrama va en otra dirección, no es ni lo uno ni lo otro, sino que es tierra baldía desde el momento en que se sitúa a medio camino entre la disputa fronteriza del documental y la ficción. Más aun, las reglas del juego que su película establece están por sobre lo que solemos entender por fake o falso documental, esto al exponerse y observar y cuestionar la propia operación falsaria al tiempo que idea ficciones que lindan peligrosamente con la realidad. La línea que ha sido trazada es más bien una cuerda floja por donde transitamos con el vértigo de no saber donde esta nos llevará. Pero con la satisfacción ingrata de quien transita por territorios movedizos y confusos.
Los caminos del cine y sus géneros se han venido cruzado desde hace ya bastante tiempo, esto no resulta novedad para nadie. Pero sus límites se siguen desvaneciendo, poco a poco, hasta que quizás logren diluirse por completo. De este modo nos hemos convertido en observadores que, perdidos en el espacio de la producción cinematográfica, vemos como la caverna de Platón se ha vuelto tridimensional. Sombras sobre otras sombras que cuestionan la propia idea de la experiencia en el acontecimiento mismo de la mirada. El cine incluso ya no es simplemente un problema entre lo verdadero y lo verosímil. Entre lo documental y lo ficcional se ha abierto un abanico ¿infinito? de posibilidades, de recovecos, de vetas y comisuras a través de las cuales poder penetrar y desplegar otras visiones. Porque de esto se trata finalmente el cine, de visiones que crean otros mundos. Y el cine que transita en lo márgenes de la representación resulta fascinante justamente por hacer que de lo irreal emerjan realidades, como el conejo que de pronto sale del sombrero vacío de un mago.
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